jueves, 30 de mayo de 2013

Gota a gota
YODONA (25 mayo 2013)



  Llegó y se colocó en un rincón. Escogió la esquina más discreta, apartó un poco el paragüero y se quedó allí, como si él también fuera a recoger la lluvia de mis pasos. Vinieron días de aguaceros chillones y otros de chirimiri afónico. A veces, juntaba sus manos para recoger las gotas acumuladas después de una tormenta. Otras, alargaba un dedo, solo uno, para atrapar una lágrima de lluvia perdida en mi cabello. Los días de sol nos perdíamos la pista. El rincón se volvía invisible. Él se perdía en su oscuridad y mi mirada no le buscaba. Pero el cielo siempre acababa cansándose del azul brillante y volvía a su vieja bata de felpa gris. Entonces, tan pronto como yo abría la puerta, con las ropas chorreantes de la molicie del cielo, tropezaba con sus manos cálidas. Y así, gota a gota, iba ganando milímetros de piel.

El día que se instaló en el balcón no me extrañó. Desde allí espantaba la ceniza de los días grises y, los días de sol, cuidaba las flores del balcón. Empecé a visitarle. Por las mañanas tomábamos algo de fruta y, al atardecer, compartíamos una copa de vino. Cuando me alejaba de casa, justo antes de doblar la esquina, me acostumbré a despedirme agitando mi mano izquierda en el aire. Nunca me giré para ver si él me respondía. Siempre sentí que lo hacía. Los días de lluvia siempre fueron especiales. En invierno, contemplábamos cómo el mundo se perdía entre goteras y arrojaba un universo líquido en los cristales. En verano, dejábamos que el agua nos calara algo más que el cuerpo. Lluvia tras lluvia. Amor gota a gota.

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