lunes, 26 de octubre de 2009

Soy el sin techo del aeropuerto. Y tengo un problema. No encuentro un sitio para mí en la nueva Terminal. Hay pocos asientos, demasiada luz y pocos rincones donde refugiarse. Eso me inquieta. Ya hace bastante que vivo aquí. Creo que un par de años, más o menos. No pienso mucho en mi vida de antes. Yo era un informático. No uno cualquiera, era un genio de los programas. Un tipo callado, buena persona, discreto. Siempre dispuesto a aportar soluciones. Estaba bien valorado y eso se traducía en mucho trabajo. Aceptaba todos los encargos. Los autónomos, ya se sabe, somos las hormiguillas del cuento. No sufría. Me gustaba pasar horas frente a las pantallas. Trabajaba siempre en casa, me sentía cómodo en mi pequeño cuarto, donde cada centímetro de espacio estaba perfectamente aprovechado. Un día, un cliente me propuso formar a todas sus delegaciones de Europa en un nuevo software que yo había diseñado. El encargo era interesante, me permitiría conocer ciudades en las que nunca había estado y ganar un buen dinero. Aunque también me obligaba a dejar mi cuarto. Eso me inquietaba. El primer destino, Barcelona. Me apetecía conocer la ciudad, visitar las obras de Gaudí, comer bien, pasear por las Ramblas, en fin, todo lo obligado para un turista. Volé, aterricé y me planté frente a una cinta transportadora. Se acercaba la hora de salir a una ciudad extraña. Y eso me inquietaba. Esperé. Durante cinco horas, esperé. Pero mi maleta no salió. No sé, algo pasó en esa espera. No podía dejar de mirar la cinta. Y tanto la miraba que no me percaté de que alguien me robaba la cartera de mano. Con el portátil. Con el móvil.
Sin mis pantallas estaba desubicado. Pero pronto encontré un lugar donde me sentí resguardado. Hay algo adictivo en un aeropuerto. Todo es limpio. Ordenado. No hace ni frío ni calor. Todo lo ves, pero nadie te observa. Nadie te habla. Vives sin existir para los demás. Sin involucrarte. Como en un videojuego.
Pero, ahora, paseo por la nueva Terminal y, de nuevo, ando perdido. He encontrado un rincón que no está mal. Tranquilo. De poco paso. Bastante confortable. Pero tiene un problema. Desde él no alcanzo a ver las pantallas. Y eso me inquieta.

viernes, 23 de octubre de 2009

Soy el muerto sin lápida. El difunto que cavó su propia tumba una madrugada callada, a las afueras del pueblo. La tierra no quería cuartearse, como si temiera que el frío cruel del invierno acabara por matarle las entrañas. Me ardían las manos por el esfuerzo y el tacto glacial de la pala, pero sabía que no debía preocuparme por las llagas. Mucho antes de que aparecieran las ampollas, moriría. La inmediatez de mi fin me volvió loco. Nadie puede aceptar la muerte a los 19 años, cuando el cuerpo escupe vida. Cuando todo parece posible y la nada ni siquiera existe en tu vocabulario. Que nadie se lleve a engaño, no morí como un héroe, recibí la ráfaga de balas entre lágrimas y alaridos de terror. Hubiera matado por vivir, hubiera mentido, robado o traicionado por escapar de aquellos fusiles. Yo no era nadie. No era nada. ¿Por qué me asesinaban? ¿Por qué nadie paraba aquello? No podía aceptar el terror de la realidad. Me fusilaron y con el último estertor sentí que los esfínteres se aflojaban añadiendo una última humillación a mi vida. Nadie lavó mi cuerpo después. Nadie vertió una lágrima sobre mi cadáver, ni una caricia de despedida, ni una palabra de amor. Me fui y lo último que vieron mis ojos fueron las caras del odio y la burla. Morí y fui enterrado en el agujero que entre cuatro desgraciados habíamos abierto. Los cuatro juntos para toda la eternidad. Dos viejos y dos jóvenes. Algunos amigos, otros apenas conocidos.
La templanza de la vida escapaba de nuestro cuerpo con cada paletada de tierra gélida. Y ahí nos quedamos, empujados por el odio, los celos y el sinsentido en este rincón anónimo de la memoria.
Yo ya no estoy ahí, ni viven los que me asesinaron, ni los que me lloraron detrás de las puertas y ventanas cerradas. Pero si algún día tengo una lápida con mi nombre, ruego que alguien deposite una flor blanca sobre ella. La flor que mi madre nunca supo a dónde llevar.

martes, 20 de octubre de 2009

Soy la niña que llora flojito para que su padre no se despierte. La niña que siempre se porta tan mal que papi le pega. Y entonces mami se va a la cocina. Después, cuando ya estoy sola, mami viene y me abraza, pero nunca dice nada. Ella también sabe que soy mala. Pero igualmente me quiere. Porque mamá es muy buena. Me gustaría que no estuviera tan triste. Yo intento portarme bien para que no llore tanto. Pero cuando papá se enfada conmigo, ella llora mucho. Pero en silencio. Si no fuera porque le caen las lágrimas, nadie sabría que está triste. Hay veces que también llora fuerte, como cuando viene la tía, las dos se encierran en la cocina y entonces oigo a mami llorar muy fuerte. Y cuando la tía se va, siempre le dice lo mismo. Tienes que ser fuerte, Mari. Mari es mi mamá. Tienes que ser fuerte, coger a Lucía e irte. Lucía soy yo. No sé donde quiere la tía que nos vayamos. Pero ella también me quiere, me abraza, me da muchos besos y, a veces, hasta me trae regalos. Aunque después mami me los esconde. No quiere que los vea papi. También me dice que nunca le diga que ha venido la tía. A papi no le gusta que mami hable con gente. Y menos con otros hombres. Un día se enfadó mucho porque la vio hablando con el chico del quiosco. Por la noche oí mucho ruido en la habitación de ellos, papi gritaba y se oían golpes. Yo tenía tanto miedo que me metí en el armario con Trudy. Trudy es mi perrita de peluche. Es muy bonita. Pequeñita y blandita. A ella siempre se lo explico todo. Me dormí dentro del armario. No sé cuanto rato estuve allí, mami me despertó y me metió en la cama. Ella también se quedó un rato conmigo. Le caían lágrimas. Pero de las calladas. Y tenía sangre en un labio. Me dijo que no se lo contara a nadie. Y yo no lo hice. Yo siempre obedezco a mami. Como cuando me dice que no me suba la manga de la camiseta en el cole, que la señorita no vea que tengo morados en el brazo. Yo no lo hago. Porque entonces la señorita también sabría que soy mala. Pero hoy papi me ha hecho daño en la cara y tengo mucho miedo de que se me note. Diré que me he dado un golpe con la puerta. O que he tropezado en las escaleras. O que esta noche me he caído de la cama. No quiero que nadie sepa que soy mala.

jueves, 15 de octubre de 2009

Soy la vieja que no os soporta. Ni vosotros a mí. Por eso me aparcasteis en este asilo, el rincón invisible reservado a la mercancía caduca. Pero no os imagináis cuánto me alegra haberos perdido de vista. Ya no os aguantaba más. Sois una familia aburrida, boba y deprimente. Y tú, hija, tú, eres la peor. Estás vieja. Vieja y chocha. Quizás pienses que a mis 80 años no estoy en la mejor posición para acusar a nadie de cascajo, pero hija, es que tú naciste vieja. Siempre protestando, escandalizándote por todo, con la blusa abotonada hasta la garganta, no fuera que se te escapara lo que nunca tuviste. Tanta honra y tanto rezo, para acabar casándote con ese desgraciado. Se te pasaba el arroz y agarraste al primero que encontraste. Pero, hija, ¡qué hombre más triste! No le gusta salir por la noche, ni ir al cine, ni viajar. Por no gustarle, no le gusta ni comer. Y eso sí que es patético, niña, no hay gente más infeliz que la insensible a un plato de cocido.
Así te han salido los hijos. El mayor, un fracasado. Ya acumula dos divorcios y, espera, a ese memo no hay mujer que lo aguante. La niña está siempre en babia, con esas cosas permanentemente metidas en los oídos y la música a tope. Lo más triste son esos grititos inconexos que lanza de cuando en cuando, como un gato al que han pisado la cola. El único que vale es el pequeño. Por eso se largó. Con veinte años hizo la mochila y se plantó en Nueva Zelanda. ¿No te has preguntado nunca, hija, por qué vive en las antípodas de tu casa?
Aún quieres mantener la pantomima de la visita de los domingos, pero espero que se acabe pronto. Cuando me hartáis, suelto una flatulencia y espero los resultados. Me encanta ese momento. Es el mejor de la tarde. Empezáis a arrugar el gesto con disimulo, os miráis de soslayo y tu marido abre ligeramente la puerta, la niña parece volver al mundo real y abre los ojos como un besugo, acentuando la necedad de su rostro. En ese preciso instante, tú te levantas y dices, con tu voz meliflua y temblona, bueno, mami, nosotros nos vamos yendo. Claro, hijita, te respondo, hasta el próximo domingo, cariño.

viernes, 9 de octubre de 2009

Soy la chica a quien su exnovio amenaza con publicar esos vídeos. Y yo lo único que querría es volverme pequeña otra vez. Olvidarme de mis quince años. Esconderme en los brazos de mi madre y dormir. Me da miedo encender el ordenador. Me da miedo ir al instituto. Y temo que la calle se llene de ojos. Ojos que se burlen de mí, que me avergüencen, me juzguen, me escupan, me riñan… ¡No era de verdad! Querría gritar. Era tan sólo un juego. Un maldito y excitante juego prohibido que me hacía sentir, al fin, mayor.
El día que él me pidió que saliéramos juntos creí que era el más feliz de mi vida. Esa misma noche empezamos a encontrarnos, a las once en punto, frente al ordenador. Los días se redujeron a una cuenta atrás de ese momento, el único que me parecía realmente mío, sólo mío. A través de la webcam, me susurraba que me quería, me decía que era la chica más bonita del instituto, que parecía una artista. Me rogaba, me suplicaba, que me compadeciera de él. Vamos, cariño, sólo un poquito, bájate ese tirante, no me hagas sufrir más. Yo me reía, roja de vergüenza, feliz de pensar que alguien como él estuviera enamorado de mí. Y me bajé un tirante. Y el otro. Y seguí dándole lo que él me pedía. Yo sólo quería que aquello continuara. Me sentía deseada, admirada, querida. No se lo digas a nadie, me dijo. Y yo callé.
Muy bien, preciosa. Así, baila para mí. Pon esos morritos que a mí tanto me gustan. ¿Quieres hacerme un regalo, niña? Tú que tanto dices que me quieres, ¿sabes qué me volvería loco?
Quiero desaparecer. Que nadie me vea. Que nadie sepa lo que he hecho. Quiero hundirme en el silencio. Que nadie me encuentre. Volverme transparente. Volverme nada.
Mami, quiero morirme.

sábado, 3 de octubre de 2009

Soy el cabrón que está a punto de despedirte. El mando de medio pelo. El pelele que utilizan los de arriba para barrer sin ensuciarse las manos. “Es esta maldita crisis”. Me dicen. “Sé que tus chicos se han esforzado mucho, pero en estos días difíciles, los números cantan. Si seguimos así, nos vamos a hundir. Tenemos que recortar 300.000 euros. Míratelo. No quiero decirte a quién has de despedir. Lo dejo en tus manos. Sabes que confío plenamente en ti, eres un hombre imprescindible para esta compañía”. ¡Imprescindible! ¡Serán farsantes! Cuando la empresa exhalaba tantos beneficios que parecía escupirlos, yo no era uno de los suyos. Entonces, ni siquiera existía. Como mucho, alguna palabra amable, alguna esquiva palmadita en la espalda, pero los beneficios se los repartían entre cuatro vanidosos de pelo engominado que se fundían los restos en comilonas y vuelos en primera clase y hoteles de lujo. ¿Me invitaron alguna vez a sus supuestos viajes de negocios? No, por supuesto que no. Entonces, yo era invisible. Yo y mis chicos, como ellos los califican. Nuestras doce horas diarias de comernos los nervios y el cansancio son las que les han regalado sus chalets en la sierra, sus piscinas climatizadas y sus vacaciones en Aspen, Colorado. Pero claro, ahora ni se imaginan bajar su tren de vida y ¿quién paga sus excesos? Nosotros, por supuesto.
¿A cuántos más voy a tener que despedir? Nos obliga la multinacional, dicen. ¡No! Sois vosotros, los incompetentes, los cobardes, los que reclamáis más carne sin importaros nada… Los de siempre. Y ahora, me tocará a mí enfrentarme a los reproches callados, a la voz entrecortada, al temblor de manos, a la falsa entereza. Y callaré por no rebelarme. Trataré de mantenerles la mirada para no huir. Me esforzaré por envolver la injusticia con palabras de consuelo, tan sinceras como baldías. Me habéis convertido en el instrumento de vuestra traición. Pero sé que sólo soy el lastre que mantenéis para equilibrar el barco. En la próxima tormenta, me liberaréis. Entonces, cuando sienta que el agua me llega al cuello, gritaré: ¡Soy el desgraciado al que acaban de despedir y el cabrón no ha sido capaz de mirarme a los ojos!