martes, 7 de septiembre de 2010

Soy la luna que miras. La misma que miró tu madre. Y la madre de tu madre. Y todas las madres que antes hubo. Soy la protagonista de las leyendas. El deseo de los enamorados. El estigma del hombre lobo.
Mi perfil fue escrutado desde la tierra que pisas por fenicios, griegos y romanos. Bajo mi hechizo bailaron las brujas del medievo y mi influjo iluminó a los sabios renacentistas. Guerras, revueltas, derrotas y victorias se proclamaron ante mi faz imperturbable y mi luz tenue dio cobijo a sueños clandestinos.
Me estás contemplando. Y, en este preciso instante, tu mirada se une al sinfín de una madeja formada de ruegos, deseos y juramentos. La lazada de mi fulgor te ata al ruego del que necesita una madrugada mejor. A la charla de una anciana con los que ya no están. Al miedo de una niña que no puede dormir. A la nostalgia de un marinero que busca un pedazo de tierra donde asirse. A la somnolencia de un soldado desde la garita de vigilancia y, también, a la tensión del enemigo que le apunta desde las rocas próximas. En este ovillo de miradas también se agolpan las visiones de tu pasado y las de tu futuro. El amor que tuviste y el que tendrás. Los ojos que te acompañarán en tu madurez. Los que te cuidarán de anciano. Y, también, los últimos que contemplarás. Yo veré ese momento. Pero no pestañearé. Seguiré aquí. Pálida. Lejana. Imperturbable. Una solitaria y romántica devoradora de miradas.