viernes, 26 de febrero de 2010

Soy la madre que viste a su hijo muerto. Un hombre. Mi niño.
Tranquilo, mi amor, ya te lavo, ya te cubro. No voy a dejar que nadie te toque. Yo te parí. Yo te entrego. Una caricia para tus cicatrices. Un beso para esos ojos que alguien ha cerrado. Un aliento para tu boca que dejó de comer por no poder hablar.
El frío de tu cuerpo me está calando en el alma, trata de decirme que ya estás lejos, pero yo no quiero escucharle. Aún no. Aún no me despido de ti.
Calcetines grises para estos pies que no querían zapatos. ¿Te acuerdas que de niño te daba un beso en cada pie cuando te despertaba? Era mi conjuro contra los malos pasos. Hace años que dejé de besártelos y el mal te ha devorado.
Calzoncillos blancos para cubrir el sexo que no dio frutos. No hay nietos en los que revivir tu sonrisa.
Una camisa blanca. Un traje oscuro. Una corbata. Ropas de difunto que no llevaste en vida. Ahora ya sé que no eres mío. Pero tampoco de ellos.
Hijo, estás muerto. Pero tu cadáver grita. Y a esta voz ya no hay muros que la lapiden ni golpes que la machaquen. Que la escuchen los traidores, porque los condena al silencio eterno. Ellos, tumores viejos que se agarran a sus poltronas del engaño. Salvadores del pueblo con el agua al cuello, que quieren mantenerse a flote agarrados a nuestro silencio y a nuestra ceguera.
Sí, hijo, has muerto. Pero a ti te llorarán por las calles. Cuando ellos lo hagan, brindaremos por su ausencia.




“Lo he acompañado antes de morir; lo vi muerto ya y ahora espero tener valor para vestirlo”. Madre de Orlando Zapata, preso político cubano muerto después de 85 días de huelga de hambre.
">http://wwwww.elpais.com/articulo/internacional/Ha/sido/asesinato/premeditado/elpepuintlat/20100224elpepuint_18/Tes

lunes, 8 de febrero de 2010

Soy la palabra de un escritor muerto. Él se ha ido, yo permanezco. Viva para toda la eternidad. Ahora soy yo su voz, su única voz, su cuerpo incorrupto, el único vestigio de toda su existencia. De nuevo, el tiempo ha colocado a cada uno en su lugar. Para él, el silencio. Para mí, la inmortalidad. Como siempre, he vencido.
¡Pobre incauto! Igual que todos, creyó que me poseía. Pasaba sus horas buscándome, soñándome, adorándome. Jugaba conmigo consciente de mi valor. Sabía que yo era capaz de conjurar emociones, de provocar dolor, pasión, amor u odio. Conmigo creó mundos que competían con la realidad. Liberó soledades, expulsó demonios y volcó sus deseos. Ingenuo, creyó que yo era su instrumento, sin percatarse de quién movía los hilos de su creación.
Ahora ya no está. Y ha llegado el momento de buscar a otro necio engreído que quiera jugar a ser dios. Me emboscaré entre su ambición y su temeridad. Le atraparé con el dulce compás de mi cadencia, me convertiré en su obsesión y le rendiré para siempre con la adulación de un lector.
Son pocos los que llegan a comprender que han acabado sometidos a su esclava. Algunos, repentinamente conscientes de mi poder, prefieren guardarme para ellos solos durante el resto de su vida, temiendo que en cualquier momento decida abandonarles por alguien más joven o más sabio o más provocativo. Otros prefieren exhibirme sin pudor y revolcarse en el pozo de adulación. Los hay discretos, temerosos al escogerme; otros son descuidados, irresponsables, estúpidos con tanta prisa por triunfar que ni siquiera saben utilizarme y me lanzan como unos dados en el tapete de su codicia.
Aún no sé por quién decidirme. Esta vez quizás busque a alguien nuevo, desprevenido… No hay nada como colarse entre la mirada ávida de un lector.