jueves, 21 de febrero de 2013

El ascenso
YODONA (16 febrero 2013)



  Julio Cortázar dio las instrucciones para subir unas escaleras. “Se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas”. Pero el poeta murió y hay días que a ella se le olvida cómo enfrentarse a cada peldaño. Recuerda que tiene que alzar un pie, pero su cuerpo resulta demasiado menudo para un muro de granito. O su paso se hunde en arenas movedizas. O su zapato se traba entre las grietas. Las instrucciones de Cortázar no son precisas, porque al autor le faltó añadir todo lo que se sumaba o se perdía en el ascenso. No hizo cómputo de rasguños ni de fatigas. De renuncios ni de pérdidas. Tampoco detalló qué hacer cuando un ingeniero loco dispone un laberinto de escaleras. Peldaños a un lado y a otro, arriba y abajo. Y, al final, puertas cerradas que esconden un todo o la nada.

Cortázar afirmó que para salir de la escalera bastaba “con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso”. Pero ella juraría que las escaleras sí se desplazan tan pronto como las deja atrás. Y que después no hay manera de volverlas a encontrar. Al fin, en un arrebato de impaciencia, ha empezado a redactar sus propias instrucciones: Las escaleras son llanos sobre llanos. Se pueden subir. O bajar. O, simplemente, echarse una siesta en cualquiera de sus tramos. Desde la atalaya quieta del escalón se observa la tramoya del mundo subir y bajar. Cuando el movimiento es excesivo, basta con alargar el pie, hacer oídos sordos a sus urgencias y detenerlo con un ligero golpe de talón.

lunes, 11 de febrero de 2013

Aquellas mujeres
YODONA (9 febrero 2013)



  Fue la hija buena, la esposa abnegada y la madre perfecta. Se fundió en las voluntades ajenas y se escuchó lo justo para saberse viva. El aire que respiraba era el aliento de los suyos y sus manos, instrumentos para las aspiraciones de otros. Sus sueños se perdían entre la colada tendida al sol y la realidad los sujetaba con pinzas de madera reseca. Las tardes de verano, en la hora callada de la siesta, zurcía con puntadas diminutas los rotos del día. Entre pucheros y sartenes, reproducía recetas heredadas y sumaba pizcas de otras propias. Cuando servía los platos, con el ánimo inquieto del artista que espera el veredicto del crítico, escrutaba los rostros. A veces se conformaba con contemplar la avidez con la que su obra era devorada. Arte efímero.

Tenía un dicho para cada situación. En su mundo, solo las palabras útiles servían. Unas acariciaban. Otras regañaban. Las había que curaban. Las más eran la suma de todos los saberes, menos los que a ella le habían sido negados. Por su regazo pasaban niños que siempre partían. Ellos crecían. Ella envejecía. Y en los álbumes de fotos, su sonrisa cargaba con las sonrisas de todos. La casa se fue tornando callada. Una noche, al acostarse, pensó que, al fin, ya nadie esperaba nada de ella. A la mañana siguiente, como cada día, puso la cafetera en el fuego y se preparó las tostadas. Pero, extrañamente, no tenía hambre. Entonces descubrió que estaba descalza. E incorpórea. Subió a la azotea y liberó las prendas. Su tiempo había acabado. Tan solo quedaba el fantasma de las mujeres que fuimos.

martes, 5 de febrero de 2013

El cuadro
YODONA (2 febrero 2013)



  Compró el cuadro en una feria de antigüedades. El hombre no poseía una especial sensibilidad artística, pero sí una pared desnuda. Las dimensiones del lienzo encajaban bien con el espacio. Lo colgó tan pronto como llegó. Él era así, incapaz de soportar un objeto fuera de su lugar. Cuando acabó, aún le quedaba media hora para la cena. Era su tiempo de lectura. Tomó un libro y se sentó en el sofá. El espacio recién vestido se encontraba en el ángulo derecho de su visión. Trató de concentrarse en las letras, una fría descripción de un páramo deshabitado del norte. Aunque tenía la vista fija en las páginas, los trazos rojos del cuadro parecían bailar a su alrededor. Frunció el ceño. No soportaba las interrupciones y aquellos reflejos no remitían. Reclinó un poco el cuerpo hacia la izquierda para escapar de cualquier distracción visual. La postura le molestaba, más por la novedad que por la incomodidad. Aunque no había rastros del óleo en su campo de visión, seguía inquieto. No pudo reprimir un rápido vistazo a su espalda. Dio un bufido y volvió a centrarse en la historia. De nuevo, las estepas siberianas. Pero también, de nuevo, la imagen mental de un rojo centelleante. Cerró el libro con un gesto nervioso. Con impaciencia, bajó a la tienda de la esquina y compró una lámina anodina en blanco y negro.

Pasaron los años. Una noche de invierno, el reloj del salón se detuvo y él sintió que el frío le invadía. Murió con la vista clavada en la lámina triste. Buscando el calor de aquel rojo oculto. Demasiado tarde para improvisaciones.