jueves, 2 de julio de 2009

Soy el hombre que acaban de prejubilar y que siente cómo los días se alargan. Trato de distraerme, pero me paso el rato pendiente del teléfono, esperando que alguno de los ex compañeros con los que me he pasado media vida, me llame. Y, al final, ante su silencio, me invento cualquier excusa para ser yo el que marque el número. ¿Tan deprisa me han olvidado? ¿Dónde han quedado las palabras de apoyo y los te echaremos en falta? Hago esfuerzos para parecer desinteresado, pero acabo acribillándoles a preguntas sobre este y otro tema que dejé a medias o sobre este u otro compañero, si han prejubilado a alguien más o si han confirmado más despidos…Temo hacerme pesado, pero las horas pasan demasiado lentas y no es fácil inventarse otra vida cuando ya no parece haber nada que ganar. Nos criamos con el ansia de crecer, de conseguir más y más. Juventud, poder, sueños… Pero, ¿quién nos enseña a perderlo todo, a enfrentarnos a un cuerpo que ya no nos gusta, a una mente cada vez más lenta y a una melancolía que, poco a poco, va calando hasta en los huesos? Mantengo largas conversaciones conmigo mismo, trato de darme ánimos, buscar tareas que hacer, encargos que cumplir, a veces incluso consigo engañarme, haciéndome creer que esto es lo que llevaba tantos años esperando. Al fin, tiempo para mí, para hacer lo que me venga en gana, tiempo para leer, para pasear, para ir al cine, para dormir… Pero lleva tres días lloviendo; después de siete horas en la cama me duele todo el cuerpo y leer me cansa. Soy una personal racional, sabía que esto pasaría, pero tener el conocimiento no espanta el aburrimiento, ni la tristeza. Paso tantas horas en silencio que temo quedarme sin palabras. Para mi mujer soy un estorbo. Y ella también lo es para mí. No es que no nos queramos, es simplemente que cada uno se había construido su espacio y ahora yo he perdido el mío y sobrevivo invadiendo el suyo. Algunos nos animan a salir al cine, a apuntarnos a un club social, a irnos de vacaciones. Pero yo sé que cuando las vacaciones son eternas, entonces no son vacaciones. Son, sencillamente, una pregunta: ¿Qué hago hoy?
Soy la mujer que gana menos de lo que cuesta el alquiler de su casa. La mujer que ha perdido el trabajo de las tardes. Que no duerme por las noches. La mujer que se casó con el hombre equivocado, que escogió el trabajo sin futuro y que ahora se la come el miedo. Repaso la lista de conocidos y pienso a quién voy a llamar pidiendo ayuda, a quién puedo alquilar una habitación, a quién puedo suplicar un trabajo. Quizás podría limpiar casas de otras madres. De esas que compran en el mercado sin mirar el precio, que regalan a su hija adolescente las bambas de moda que llevan sus amigas, que deslizan en la mano de su niño unas monedas para comprar los últimos stacks de Star Wars sin rebuscar desesperadamente en el fondo de su monedero. Miro la cuenta corriente y veo cómo la cifra se va haciendo más y más pequeña, y ya no sé de donde recortar. Hace dos meses que no me tiño las canas. Ya no me molesto en tratar de disimular las ojeras. Me miro al espejo y no me gusto. Me miro por dentro y siento vértigo. En las últimas semanas he dejado de ser joven. La angustia me ha desgastado. Una a una, se desdibujan todas las imágenes que había soñado y ahora, cuando doy el último beso del día a los niños dormidos, mancho sus mejillas de un rastro de impotencia y sal. Si al menos durante unos segundos pudiera dejar de pensar. Si pudiera refugiarme en su aliento cálido, en sus párpados serenos, cerrar los ojos y volver a creer que todo es posible. Que todo depende de mí. El ayer duele tanto como el futuro incierto. Y el hoy se ha convertido en un no. No al capricho. No a la necesidad. Mañana iré a servicios sociales. Y aún me cuesta creer que esté hablando de mí misma. ¿Cuánto tardarán mis niños en estar tan asustados como yo? ¿Hasta cuándo podré engañarles? ¿Cómo se explica a una hija adolescente y a un crío que ya no somos iguales que sus amigos, que tampoco somos iguales a nosotros mismos? Sí, limpiaré casas. Empezaré a dar voces. Y mi hija se morirá de vergüenza.
Soy Bo, el perro de Obama. Un perro de aguas portugués que tiene medio mundo revolucionado por su pedigrí. Parece ser que a las asociaciones de rescate de animales no les ha parecido bien mi linaje genealógicamente perfecto. Sin duda, hubieran preferido un chucho de menor estirpe pero con la impecable etiqueta de lo políticamente correcto. Entendámonos, un cachorro que comparta orígenes tan inciertos como los de mi propio amo. Ya imagino el reportaje, Obama rodeado de su encantadora familia salvando a un podenco abandonado en una perrera. Allí, la buena gente voluntaria sonreiría a las cámaras y sentirían que, al fin, el sacrificio de tantos años era recompensado por unos inesperados cinco minutos de gloria. Pero a ver, pueblo ingenuo, ¿acaso alguien creía que el presidente de los Estados Unidos iba a arriesgarse a acoger un perro que, al cabo de tres meses, se volviera patizambo, acusara obesidad o que su pelaje empezara a denunciar sospechosas máculas de mil leches? Una cosa es ir de campechano, con su chándal de marca, mezclándose con la plebe hamburguesa en mano, y otra muy distinta erigirse en el benefactor de los parias de la tierra. Este hombre, por mal que os pese, no es uno de vosotros. Ni es Gandhi, ni el Che, ni un nuevo mesías. Comprendedlo de una vez, Obama me ha elegido a mí. De todas las opciones posibles, ha escogido el perro preferido del senador Edward Kennedy, un ejemplar de pura raza, de probada nobleza y perfectamente entrenado. Cuando me llevaron a la Casa Blanca, sabía muy bien cual era mi cometido: seguir al presidente por toda la habitación. Miradme y empezad a haceros preguntas. O mejor, empezad a responderos todos aquellos esperanzadores interrogantes que os habían surgido con la victoria de mi amo. Os acordáis, ¿verdad? ¡Yes, we can! En fin, querido pueblo llano, lo siento, no quería entristeceros con mi presencia. En cualquier caso, pronto os pasará el disgusto. Resulta imposible odiarme. ¿A que tengo una imagen adorable? Tan dulce, tan afable y, a la vez, tan enérgico y juguetón. Si me conocierais, no os marcharíais sin antes regalarme una caricia. Reconocedlo, soy el perro que todos vosotros querríais tener.
Soy el mentiroso que cada día dice que te quiere, aunque ya nunca pienso en ti. Pero no te ofendas, en el fondo, no es nada personal. Pero es que ya no pienso en nadie. Ni siquiera en mí. Desayuno. Autobús. Trabajo. Comida de tupper. Siempre las mismas bromas. Siempre los mismos comentarios. Más trabajo. Autobús. Un beso para ti. Cena. Tele. Estoy agotado. Sí, yo también. Me voy a la cama, ¿vienes? En cinco minutos. Ves tirando. Duermo. Despertador. Desayuno… Soy el hombre que le dan pánico los conflictos. Que siempre dice sí por temor a que su entorno se desmonte. No me gusta como soy. De hecho, siempre he admirado a esas personas henchidas de energía, ambiciosas y con un montón de causas por las que luchar. Incluso conseguí que una se enamorara de mí. Sí, ya estaba contigo, pero tranquila, la historia duró poco. Supongo que al final se cansó de mí. Yo tampoco lo llevaba muy bien. Aunque nunca me había sentido tan orgulloso de mí mismo como entonces, no soportaba la presión de fallarle. Ella me había adoptado como una de sus causas. Esperaba que algún día despertara, que abandonara un matrimonio sin sentido y ese conformismo que me corre por las venas. Pero se hartó de esperar. Normal. No se lo reprocho. Es que yo no sé de donde sacar fuerzas. Soy capaz de pasarme todo un domingo por la tarde ante el televisor sin que me guste nada de lo que veo o quedar cada sábado con unos amigos que ya me aburren o seguir contigo aunque ya no esté enamorado. Todo, por miedo a enfrentarme a lo inesperado. A veces pienso que estoy malgastando mi vida pero, ¿quién me dice que lo que no tengo es mejor? Además, no podría soportar hacerte daño. Al fin y al cabo, llevamos media vida juntos. Probablemente tú tampoco estés enamorada de mí, incluso es posible que me ridiculices cuando sales con tus amigas o que te hayas buscado un amante. Pero yo no me veo capaz de dejarte. Me da miedo quedarme sólo. Además, te tengo cariño. Ya sé que no suena como en las películas, pero al menos es verdad. Pero no te preocupes, nunca tendremos esta conversación. Quizás nos veríamos obligados a cambiar algo. Por eso, cuando tú me preguntes si te quiero, yo siempre te responderé sí.
Soy el soldado israelí que participó en un videojuego alucinante que manchó de barro sus botas. Hoy vuelvo a llevar pegada a mi piel la camiseta que empapé de sudor. Esa misma que ha escandalizado a hipócritas de medio mundo. Una imagen: la de una palestina embarazada. Y un lema: 1 tiro, 2 muertes. No pude cumplir la consigna. Pero que nadie se engañe, me hubiera gustado. Yo no soy como esos soldados que ahora andan lamentándose y denunciando no sé qué abusos. ¿Acaso existió alguna vez una guerra limpia? Entendámonos, los palestinos nos están jodiendo la vida, la nuestra y la de nuestros hijos, son perros rabiosos que muerden la mano que les da de comer, parias que sólo quieren nuestra destrucción. ¡Hasta los rabinos nos animan a no tener piedad! ¿A qué viene ahora tanta bronca? En la guerra, mejor tener las cosas claras. Al enemigo hay que joderle. Y punto. Y los niños bien, a su casa. Con papá y mamá. Que les das un arma y toda la chulería se les escapa por el culo. Unos mierdas, eso es lo que son. Unos mierdas y unos cobardes. Yo no. Por primera vez en mi vida me he sentido alguien. Respiraba, sudaba, ¡meaba poder! Era el puto amo del mundo. Entraba en una casa, gritaba y todos me temían. ¡A mí! No sólo los niños, no. Todos se cagaban, hombres, mujeres, viejos… Y yo decidía. La vida de un palestino no vale nada. Yo lo sabía. Y ellos también.
Desde que volví a casa, cada noche me emborracho con los colegas. A las chicas les ponen los héroes y yo les regalo una historia bien cargadita de sangre. Intento no llamar perros a los palestinos, porque a veces alguna se me pone sensible. Así que cuento lo del niño que salvé en medio del bombardeo. En realidad no fui yo pero, ¿a quién le importa? De hecho, ¿a quién cojones le importa nada? El jodido niño murió. Y yo escupo en su memoria. Los buenos soldados lo sabemos, yo lo sé, el odio ha de ser más fuerte que el miedo. La mierda es que el cabrón se ha hecho fuerte en mis pesadillas. Espero que se marche pronto. En mis sueños no consigo matarle. Esta noche volveremos a encontrarnos. Y yo le ganaré. Definitivamente.