Soy la vieja que mira a la niña del patinete. En cuanto sale un poco el sol, somos las primeras en bajar a la plaza. Ella siempre corriendo arriba y abajo. Yo siempre parada en este banco.
Me gusta verla pasar, con los cabellos hechos un revoltijo, el ceño fruncido y la boca abierta, comiéndose el aire. Cuando la plaza se llena de gente, el juego se torna una carrera de obstáculos y a la niña, a veces, se le escapa una sonrisa pícara.
Mira por dónde vas, le regaña una mujer cargada de bolsas y amargura. ¡Ojo!, le advierte el hombre gastado que teme romperse. Y la niña sortea a unos y a otros, sin dedicarles ni siquiera un gesto. Vigila, le aconseja la voz cómplice del padre y, entre los dos, se trenza una mirada traviesa. A él también le gustaría subirse a un patinete, mirar al frente y dejar atrás los lastres.
Yo también quiero un patinete. Quiero levantar el freno, sentir el aire en el rostro, ver el mundo rodar y reírme del pasado. Un patinete para esquivar la colección de medicinas, los pasitos cortos y renqueantes, el estúpido tembleque de las manos y la piel transparente.
Subida a la pequeña plataforma volveré a sentirme dueña de mi vida. El viento desprenderá las escamas de mi cuerpo viejo y despertará el letargo de mi mente. Dirigiré mi marcha por sendas nuevas y saltaré sobre las absurdas preocupaciones de otros tiempos. E incluso, en un alarde de rebeldía, me atreveré a soltar por unos segundos el manillar. Los justos para dibujar un gesto certero y teatral. Un solemne y apasionado corte de mangas a la muerte.
martes, 1 de junio de 2010
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