miércoles, 30 de diciembre de 2009

Soy el deseo de fin de año.
¿Quieres jugar conmigo? No me tomes por un frívolo, ni creas que me burlo de ti. No actúo con mala intención, pero cada uno es víctima de su naturaleza. Yo soy así. Escurridizo, imprevisible, indisciplinado. Nunca sabes si llegaré a tiempo. Ni siquiera si me presentaré. Mis ataques de rebeldía te enervan. Y tu ansiedad dispara mi vanidad.
Me crezco con tu anhelo. Me alimento de él y es tanta mi soberbia que a veces me retraso sólo para continuar saboreándolo. Llevas doce meses esperándome y tengo ganas de volver a verte. Quizás luces alguna cana más, tal vez estás enojado o decepcionado por mi ausencia, pero deberías agradecer mi existencia. Soy el último billete del año al mundo de los sueños. Ese lugar donde se difuminan las fronteras entre la realidad y la fantasía. Hace años que lo abandonaste y tus visitas son cada vez más esporádicas. Pero a veces necesitas echarle una mirada de reojo para recordar de dónde vienes.
Tal vez este año decida complacerte. No te prometo nada. Tan sólo es una posibilidad. ¿Te vestirás para mí? ¿Sabrás comportarte ante mi presencia? Debes estar preparado. Alcanzarme no siempre resulta tan placentero como la gente imagina. Y no querría oírte rogar por mi desaparición el año que viene.
¿Jugamos? Es muy fácil.
Tú me deseas.
Yo me escondo.
Suenan las doce campanadas.
Apuras la copa de cava…
Y pruebas a encontrarme.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Soy el hombre que rezó a la B invertida de “Arbeit macht frei”.


Durante los meses en que dejé de ser humano, esa mayúscula alterada en el corazón podrido de la bestia, fue un recorte de esperanza en el cielo gris de Auschwitz. Entre los prisioneros siempre se atribuyó a un polaco el valor de escupir una sublevación en la soldadura. Y yo me aferré a esa mácula en la perfecta maquinaria de exterminio nazi como el engranaje que sabotearía la barbarie.
Nunca quise leer ese emblema de hierro. Me hice impermeable a la crueldad de su significado, igual que convertí mi corazón en una piedra y sequé mis ojos de lágrimas. Sólo permití que esa B se colara en mi ánimo. Era mi tabla de salvación. El símbolo de un mundo cabeza abajo. El trazo que llamaba a la rebeldía.
El viernes pasado, alguien se apoderó de la placa. En mi cabeza de viejo imaginé mil posibles ladrones para ese lema.
Antiguos compañeros empeñados en fundir aquellas letras y, así, liberar su mirada del miedo y el horror que quedó enredado entre sus formas el primer día que llegaron al campo.
Nostálgicos de un poder que nunca vivieron, dispuestos a invocar a los espíritus del mal e implorar un sentido a sus míseras vidas, convirtiéndose en lacayos de la muerte.
Un escritor loco en busca del secreto para desgarrar el alma de sus lectores.
Un político interrogando a la B, implorándole la fórmula de la utopía.
Pero no hubo poesía en el robo. Tan sólo cinco tipos que pretendían vender la placa de la infamia al mejor postor. Ladrones de souvenir que dividieron el emblema en tres partes y dejaron olvidada una I.
Indiferentes al valor de las letras.
Ignorantes de su poder.
Y la B, de nuevo, se rebeló.

martes, 15 de diciembre de 2009

Soy la nana del niño que duerme.
Shhh, no le despiertes, que acaba de nacer. Háblale flojito, si quieres. Tu susurro le gusta. Y el tuyo, también. Hablad y yo trenzaré un arrullo con vuestras voces. Cada acento, una hebra. Las palabras, un regazo. Y en brazos de mi eco, dormirá.
Querría sumergirse de nuevo. En un líquido cálido. Protector. Pero ya pasaron los sueños de agua. Y ahora, flota en mi canción.
Para él, dibujaré un sueño a orillas del mar. Con aromas de pino y especies. Armonía y melodía. Una cuerda sujeta a un campanario. Otra, a un minarete. Y un columpio danzando en el mismo mar.
El niño no sabe quién es. Ve la luna y no sabe qué es luna. Mira el cielo y no sabe a quién buscar. Pero la noche es un silencio sin latido. Y ya conoce el miedo.
No llores, niño, no llores. Mi canción continúa para ti. Haré un sonajero de relatos ensartados. Cada cuenta, un cuento para el niño. Fábulas. Leyendas. Historias antiguas. Te deslizarás al pasado como por un tobogán.
Y ya sabrás quién eres.
Ahora, duerme, niño, duerme.
Ya todo empieza.
Estrenas tiempo.
Estrenas sueño.
Yo lo canto para ti.


Para Ayoub, en su segundo día.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Soy un grano de arena. Minúsculo. Imperceptible. Apenas nada. Una levísima irritación en la piel. Un crujido en el zapato. Una lágrima ardiente. Insignificante en su soledad. Pero invicto soldado del ejército del desierto. Soy hijo del sol y de la noche fría. Exploradores, sultanes y esclavos se han rendido ante el oro de mi piel. Dibujo formas sinuosas e invento espejismos para mis amantes.
Dejaré que te tumbes sobre mí, sentiré tu cuerpo y te abrazaré con suavidad, envolviéndote en mi caricia tibia, susurrándote leyendas quedas de tiempos perdidos. Dejaré que me ames, que me admires y me sueñes. Pero no busques un latido en mi corazón pétreo. Huye de la ambición de poseerme. Mi belleza puede dar sentido a tu vida, pero la muerte se esconde en mis curvas.
No pretendas comprenderme. En cualquier momento puedo devorarte. No me culpes. Tengo hambre de vida. La furia también forma parte de mí. Si me alzo, mi ternura se tornará asfixia. Seremos cientos, miles, millones de minúsculas partículas dispuestas a cegarte. A beber tu aliento. A secar tus entrañas. A convertirte en otro minúsculo, imperceptible, insignificante grano de arena.
Soy apenas nada. Pero puedo serlo todo. La belleza turbadora para el turista. La prisión de la niña del Sáhara. El terror del secuestrado. El refugio del corazón seco de los bandidos. El lugar donde se extravía la justicia. El desierto de la esperanza.
Soy la desnuda belleza de la ausencia. El reloj gira, pero en mi eterna danza el tiempo me pertenece. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Soy tus horas y tus minutos. Arriba. Abajo. Yo dicto el ritmo. Arriba. Yo marco el final. Abajo. Apenas nada.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Soy la mujer que te amó. Aquélla cuyo recuerdo aún aguijonea tu piel cuando tropiezas con su nombre en la lista de contactos. Ahora, como mendigos extraviados, nos conformamos con rebuscar pedazos de nuestro pasado en los restos del presente, siempre con la esperanza de encontrar una palabra, una imagen que nos proteja del olvido.
A veces, tu ausencia me duele. Me duele tanto que rasga hasta el aliento y me acuchilla el vientre. Pero otras, el recuerdo se torna dulce. Como lo eran tus palabras, tus besos, tu mirada oscura.
Hubo un tiempo en que creímos alimentarnos de nuestro aliento, pensamos que no podríamos romper las cadenas con las que nos habíamos aprisionado, el cordón umbilical del deseo. Pero en el salón de espejos de mi vida, he cubierto con un tul negro el que fue nuestro reflejo. No lo veo, pero sé que está ahí. Basta con abrir la ventana del recuerdo y dejar que corra el aire del pasado para que en un tímido movimiento del manto pueda entrever las escenas de nuestro amor.
Y entonces, la piel huérfana de tus caricias añora lo que el cerebro obliga a callar. Y fantasea con un encuentro que nos devuelva el vértigo de nuestro momento. En un húmedo despertar, imagino cómo la lengua acaricia de nuevo tu cuerpo, cómo mis dedos dibujan constelaciones en tu piel y la respiración galopa sobre nuestra locura. En mi ilusión, el sudor y la saliva ya nublan la consciencia y sólo queda el ansia de un ruego, el jadeo impaciente que suplica la invasión de tu cuerpo. Un sorbo de tu alma.
Pero cierro la ventana y, de nuevo, todo vuelve a su lugar. La imagen se cubre con el velo del sosiego y ciego los interrogantes de tu mirada.
Soy la mujer que te ama. Aquélla que envejece sin decirte adiós

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Soy la madre que se muere. Llevo cinco minutos plantada ante la puerta cerrada de casa, con la llave en la mano, sin atreverme a introducirla en la cerradura. ¿Cuántas veces he repetido este gesto?, ¿cientos?, ¿miles? En ninguna de esas ocasiones he sido consciente de que el clic que liberaba el cerrojo abría la puerta de la felicidad, el umbral del amor, del cariño, de la vida. Pero ahora, cuando reúna las fuerzas suficientes para hacer girar este insignificante pedazo de latón, entraré y convertiré el paraíso en un infierno. Manuel leerá en mi rostro el resultado de las pruebas. Y yo trataré de comerme las lágrimas delante de los niños.
Tengo que pensar, no puedo entrar así, sin más. Necesito que este instante se multiplique en el tiempo. Suplico una prórroga para saber cómo quiero morir. Para saber cómo convertirme en la madre que va a matar de pena a sus hijos.
A través de este muro de madera puedo oír sus voces riendo y corriendo. Manuel les dice que no salten, que molestan a la vecina de abajo, y yo acerco mi rostro al resquicio de la puerta como si pudiera alimentarme de sus sonidos. No quiero morirme, no puedo soportar la idea de dejarles, de no tocarles nunca más, de no olerles, de no verles crecer.
Necesito saber dónde venden disfraces de superhéroe. Un traje que me pinte una sonrisa, que me ayude a trazar caricias aunque el terror me anquilose las manos, a regalar tranquilidad a pesar del torbellino de dolor que siento en el alma.
Ojalá no fuera madre, ojalá pudiera acabar de girar esta maldita llave y entrar llorando, refugiarme en los brazos de Manuel y rogarle que no me abandone en los dos meses que me quedan, que sea él quien dibuje las sonrisas y cubra mi cuerpo de besos. Yo me abandonaría en su fortaleza y me iría, lentamente, sin sentirme en deuda con nadie. Sin saber que estoy fallando a los que más quiero.
Clic. Ya. La puerta está abierta.
- Hola cariños, ¿cómo ha ido el día? ¿Tenéis hambre?

domingo, 15 de noviembre de 2009

Soy la abuela que da de comer a los nietos. Cada mediodía voy a recogerlos al colegio mientras mi hija busca trabajo. Yo le digo que no se preocupe, que a mí me alegra tenerlos en casa y que así ella no ha de pedir una beca para el comedor, porque yo sé que a la pobre le daría mucha vergüenza. Si es que han tenido mala suerte. No hace ni un par de años que estrenaron ese piso tan bonito, porque es bonito de verdad, con mucha luz, no como el mío, donde sólo entra un cacho de sol una hora al día, eso si no se cruza una nube malasombra. Pero el piso de ellos es precioso, con parquet y ventanas por las que no se cuela el viento. Pues eso, que no hace nada que lo compraron y, ¡zas!, los dos en el paro. Y, claro, ellos no están acostumbrados a las penurias. ¡Ya me he cuidado yo de que a mi niña nunca le faltara de nada! Las miserias ya nos las comimos todas mi Julio y yo cuando el sueldo de sus dos turnos en la fábrica apenas daba para alimentar a las seis bocas de la casa: las dos abuelas, los dos críos pequeños, mi Julio, en paz descanse, y yo. Pero hambre nunca pasamos, no señor. Aunque también hay que decir que Julio y yo siempre hemos sido de gustos sencillos. No como ellos, que saben tanto de vinos, de jamones y de todas esas cosas. Mi hija siempre me reñía por aliñar las ensaladas con aceite “malo”. Eso, a mi Julio se le atragantaba. Eso y la mala cara de mi yerno cuando él se servía gaseosa en el vino. Mira que yo siempre se lo decía, Julio, no te eches gaseosa que los vinos que compra Martín son muy caros y le sienta mal. Pero nada, los hombres, ya se sabe, cuando se hacen viejos toda la hombría se convierte en tozudez.
A mí me gusta preparar la comida de los niños, aunque después me quedo un poco cansada. Pero hoy es viernes y ya no tengo nada más que hacer. Cuando encuentre las fuerzas para levantarme de este banco, me iré a casa, me sentaré a ver la tele, después cenaré un poquito de pan, dos lonchas de pavo y, ¡ala!, a dormir. Aunque hoy no podré tomar mi vaso de leche calentita; los críos llegaron con tanta sed que se bebieron la botella entera. Suerte que el lunes cobro la pensión. Me queda una pechuguita de pollo. Y un poco de queso. Y también algo de chóped. Con eso y una barra de pan, ya paso el fin de semana. Sin leche, eso sí, pero a mi edad, con poco se pasa. A ver si mi hija se acuerda de llamarme y me cuenta cómo le ha ido la entrevista. Qué mal lo está pasando la pobrecilla.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Soy el niño al que sus padres preguntan a quién quiere más, si a papá o a mamá. Dicen que aunque soy pequeño, ya puedo decidir, y a mí me tienen harto con lo de la custodia. Vaya palabreja. Cada vez que la oigo, me acuerdo de la peli de Indiana Jones y me imagino a mi padre vestido con la armadura del caballero custodio del Santo Grial, medio momificado. A mi madre ya me cuesta más meterla dentro de la armadura. Ella dice que esto de la separación la pone tan nerviosa que no puede parar de comer y que papá tiene la culpa de que se esté poniendo como una foca. A ver, muy delgada nunca ha sido, y lo de que papá tiene la culpa de todo, tampoco es nuevo.
Parece que el tema de la custodia también tiene algo que ver con el piso. Mi padre acusa a mi madre de estar buscándole la ruina. Dice que va a tener que volver al piso de sus padres. Yo ahí no veo un gran problema. A mí me gusta ir a casa de los abuelos, siempre tienen la tele puesta, con esos programas que mi madre nunca me deja ver. Y la abuela me atiborra de comida buenísima, de esa que tampoco comemos en casa. Además, yo creo que mi padre se divertiría. Cada tarde van tres vecinos de la escalera a echar una partida de dominó. Antes iban al bar de la esquina, pero desde que al abuelo le dio el arrechucho y va con el oxígeno a cuestas, se instalan en la mesa del comedor. Mi abuela aprovecha ese rato para ir a clase de tai-chi. Está en forma la abuela. En cuanto la ven salir, el señor Manolo, el del tercero, saca la petaca con Anís del Mono y entonces el abuelo me mira y me guiña el ojo para que no me chive a la abuela. Pero yo no soy un chivato. Aunque a veces me gustaría serlo. Querría decirle a mamá que papá llora cuando ella se va. Y también le diría a papá que mamá les dice a sus amigas que no quiere hacerle daño. Pero los dos me guiñan el ojo y me piden que calle. Y yo pienso, ¿por qué cuando me enfado con mi amigo Salva siempre dicen que hable con él? Supongo que eso debe ser lo que los mayores llaman una contradicción. Otra palabreja rara.

lunes, 26 de octubre de 2009

Soy el sin techo del aeropuerto. Y tengo un problema. No encuentro un sitio para mí en la nueva Terminal. Hay pocos asientos, demasiada luz y pocos rincones donde refugiarse. Eso me inquieta. Ya hace bastante que vivo aquí. Creo que un par de años, más o menos. No pienso mucho en mi vida de antes. Yo era un informático. No uno cualquiera, era un genio de los programas. Un tipo callado, buena persona, discreto. Siempre dispuesto a aportar soluciones. Estaba bien valorado y eso se traducía en mucho trabajo. Aceptaba todos los encargos. Los autónomos, ya se sabe, somos las hormiguillas del cuento. No sufría. Me gustaba pasar horas frente a las pantallas. Trabajaba siempre en casa, me sentía cómodo en mi pequeño cuarto, donde cada centímetro de espacio estaba perfectamente aprovechado. Un día, un cliente me propuso formar a todas sus delegaciones de Europa en un nuevo software que yo había diseñado. El encargo era interesante, me permitiría conocer ciudades en las que nunca había estado y ganar un buen dinero. Aunque también me obligaba a dejar mi cuarto. Eso me inquietaba. El primer destino, Barcelona. Me apetecía conocer la ciudad, visitar las obras de Gaudí, comer bien, pasear por las Ramblas, en fin, todo lo obligado para un turista. Volé, aterricé y me planté frente a una cinta transportadora. Se acercaba la hora de salir a una ciudad extraña. Y eso me inquietaba. Esperé. Durante cinco horas, esperé. Pero mi maleta no salió. No sé, algo pasó en esa espera. No podía dejar de mirar la cinta. Y tanto la miraba que no me percaté de que alguien me robaba la cartera de mano. Con el portátil. Con el móvil.
Sin mis pantallas estaba desubicado. Pero pronto encontré un lugar donde me sentí resguardado. Hay algo adictivo en un aeropuerto. Todo es limpio. Ordenado. No hace ni frío ni calor. Todo lo ves, pero nadie te observa. Nadie te habla. Vives sin existir para los demás. Sin involucrarte. Como en un videojuego.
Pero, ahora, paseo por la nueva Terminal y, de nuevo, ando perdido. He encontrado un rincón que no está mal. Tranquilo. De poco paso. Bastante confortable. Pero tiene un problema. Desde él no alcanzo a ver las pantallas. Y eso me inquieta.

viernes, 23 de octubre de 2009

Soy el muerto sin lápida. El difunto que cavó su propia tumba una madrugada callada, a las afueras del pueblo. La tierra no quería cuartearse, como si temiera que el frío cruel del invierno acabara por matarle las entrañas. Me ardían las manos por el esfuerzo y el tacto glacial de la pala, pero sabía que no debía preocuparme por las llagas. Mucho antes de que aparecieran las ampollas, moriría. La inmediatez de mi fin me volvió loco. Nadie puede aceptar la muerte a los 19 años, cuando el cuerpo escupe vida. Cuando todo parece posible y la nada ni siquiera existe en tu vocabulario. Que nadie se lleve a engaño, no morí como un héroe, recibí la ráfaga de balas entre lágrimas y alaridos de terror. Hubiera matado por vivir, hubiera mentido, robado o traicionado por escapar de aquellos fusiles. Yo no era nadie. No era nada. ¿Por qué me asesinaban? ¿Por qué nadie paraba aquello? No podía aceptar el terror de la realidad. Me fusilaron y con el último estertor sentí que los esfínteres se aflojaban añadiendo una última humillación a mi vida. Nadie lavó mi cuerpo después. Nadie vertió una lágrima sobre mi cadáver, ni una caricia de despedida, ni una palabra de amor. Me fui y lo último que vieron mis ojos fueron las caras del odio y la burla. Morí y fui enterrado en el agujero que entre cuatro desgraciados habíamos abierto. Los cuatro juntos para toda la eternidad. Dos viejos y dos jóvenes. Algunos amigos, otros apenas conocidos.
La templanza de la vida escapaba de nuestro cuerpo con cada paletada de tierra gélida. Y ahí nos quedamos, empujados por el odio, los celos y el sinsentido en este rincón anónimo de la memoria.
Yo ya no estoy ahí, ni viven los que me asesinaron, ni los que me lloraron detrás de las puertas y ventanas cerradas. Pero si algún día tengo una lápida con mi nombre, ruego que alguien deposite una flor blanca sobre ella. La flor que mi madre nunca supo a dónde llevar.

martes, 20 de octubre de 2009

Soy la niña que llora flojito para que su padre no se despierte. La niña que siempre se porta tan mal que papi le pega. Y entonces mami se va a la cocina. Después, cuando ya estoy sola, mami viene y me abraza, pero nunca dice nada. Ella también sabe que soy mala. Pero igualmente me quiere. Porque mamá es muy buena. Me gustaría que no estuviera tan triste. Yo intento portarme bien para que no llore tanto. Pero cuando papá se enfada conmigo, ella llora mucho. Pero en silencio. Si no fuera porque le caen las lágrimas, nadie sabría que está triste. Hay veces que también llora fuerte, como cuando viene la tía, las dos se encierran en la cocina y entonces oigo a mami llorar muy fuerte. Y cuando la tía se va, siempre le dice lo mismo. Tienes que ser fuerte, Mari. Mari es mi mamá. Tienes que ser fuerte, coger a Lucía e irte. Lucía soy yo. No sé donde quiere la tía que nos vayamos. Pero ella también me quiere, me abraza, me da muchos besos y, a veces, hasta me trae regalos. Aunque después mami me los esconde. No quiere que los vea papi. También me dice que nunca le diga que ha venido la tía. A papi no le gusta que mami hable con gente. Y menos con otros hombres. Un día se enfadó mucho porque la vio hablando con el chico del quiosco. Por la noche oí mucho ruido en la habitación de ellos, papi gritaba y se oían golpes. Yo tenía tanto miedo que me metí en el armario con Trudy. Trudy es mi perrita de peluche. Es muy bonita. Pequeñita y blandita. A ella siempre se lo explico todo. Me dormí dentro del armario. No sé cuanto rato estuve allí, mami me despertó y me metió en la cama. Ella también se quedó un rato conmigo. Le caían lágrimas. Pero de las calladas. Y tenía sangre en un labio. Me dijo que no se lo contara a nadie. Y yo no lo hice. Yo siempre obedezco a mami. Como cuando me dice que no me suba la manga de la camiseta en el cole, que la señorita no vea que tengo morados en el brazo. Yo no lo hago. Porque entonces la señorita también sabría que soy mala. Pero hoy papi me ha hecho daño en la cara y tengo mucho miedo de que se me note. Diré que me he dado un golpe con la puerta. O que he tropezado en las escaleras. O que esta noche me he caído de la cama. No quiero que nadie sepa que soy mala.

jueves, 15 de octubre de 2009

Soy la vieja que no os soporta. Ni vosotros a mí. Por eso me aparcasteis en este asilo, el rincón invisible reservado a la mercancía caduca. Pero no os imagináis cuánto me alegra haberos perdido de vista. Ya no os aguantaba más. Sois una familia aburrida, boba y deprimente. Y tú, hija, tú, eres la peor. Estás vieja. Vieja y chocha. Quizás pienses que a mis 80 años no estoy en la mejor posición para acusar a nadie de cascajo, pero hija, es que tú naciste vieja. Siempre protestando, escandalizándote por todo, con la blusa abotonada hasta la garganta, no fuera que se te escapara lo que nunca tuviste. Tanta honra y tanto rezo, para acabar casándote con ese desgraciado. Se te pasaba el arroz y agarraste al primero que encontraste. Pero, hija, ¡qué hombre más triste! No le gusta salir por la noche, ni ir al cine, ni viajar. Por no gustarle, no le gusta ni comer. Y eso sí que es patético, niña, no hay gente más infeliz que la insensible a un plato de cocido.
Así te han salido los hijos. El mayor, un fracasado. Ya acumula dos divorcios y, espera, a ese memo no hay mujer que lo aguante. La niña está siempre en babia, con esas cosas permanentemente metidas en los oídos y la música a tope. Lo más triste son esos grititos inconexos que lanza de cuando en cuando, como un gato al que han pisado la cola. El único que vale es el pequeño. Por eso se largó. Con veinte años hizo la mochila y se plantó en Nueva Zelanda. ¿No te has preguntado nunca, hija, por qué vive en las antípodas de tu casa?
Aún quieres mantener la pantomima de la visita de los domingos, pero espero que se acabe pronto. Cuando me hartáis, suelto una flatulencia y espero los resultados. Me encanta ese momento. Es el mejor de la tarde. Empezáis a arrugar el gesto con disimulo, os miráis de soslayo y tu marido abre ligeramente la puerta, la niña parece volver al mundo real y abre los ojos como un besugo, acentuando la necedad de su rostro. En ese preciso instante, tú te levantas y dices, con tu voz meliflua y temblona, bueno, mami, nosotros nos vamos yendo. Claro, hijita, te respondo, hasta el próximo domingo, cariño.

viernes, 9 de octubre de 2009

Soy la chica a quien su exnovio amenaza con publicar esos vídeos. Y yo lo único que querría es volverme pequeña otra vez. Olvidarme de mis quince años. Esconderme en los brazos de mi madre y dormir. Me da miedo encender el ordenador. Me da miedo ir al instituto. Y temo que la calle se llene de ojos. Ojos que se burlen de mí, que me avergüencen, me juzguen, me escupan, me riñan… ¡No era de verdad! Querría gritar. Era tan sólo un juego. Un maldito y excitante juego prohibido que me hacía sentir, al fin, mayor.
El día que él me pidió que saliéramos juntos creí que era el más feliz de mi vida. Esa misma noche empezamos a encontrarnos, a las once en punto, frente al ordenador. Los días se redujeron a una cuenta atrás de ese momento, el único que me parecía realmente mío, sólo mío. A través de la webcam, me susurraba que me quería, me decía que era la chica más bonita del instituto, que parecía una artista. Me rogaba, me suplicaba, que me compadeciera de él. Vamos, cariño, sólo un poquito, bájate ese tirante, no me hagas sufrir más. Yo me reía, roja de vergüenza, feliz de pensar que alguien como él estuviera enamorado de mí. Y me bajé un tirante. Y el otro. Y seguí dándole lo que él me pedía. Yo sólo quería que aquello continuara. Me sentía deseada, admirada, querida. No se lo digas a nadie, me dijo. Y yo callé.
Muy bien, preciosa. Así, baila para mí. Pon esos morritos que a mí tanto me gustan. ¿Quieres hacerme un regalo, niña? Tú que tanto dices que me quieres, ¿sabes qué me volvería loco?
Quiero desaparecer. Que nadie me vea. Que nadie sepa lo que he hecho. Quiero hundirme en el silencio. Que nadie me encuentre. Volverme transparente. Volverme nada.
Mami, quiero morirme.

sábado, 3 de octubre de 2009

Soy el cabrón que está a punto de despedirte. El mando de medio pelo. El pelele que utilizan los de arriba para barrer sin ensuciarse las manos. “Es esta maldita crisis”. Me dicen. “Sé que tus chicos se han esforzado mucho, pero en estos días difíciles, los números cantan. Si seguimos así, nos vamos a hundir. Tenemos que recortar 300.000 euros. Míratelo. No quiero decirte a quién has de despedir. Lo dejo en tus manos. Sabes que confío plenamente en ti, eres un hombre imprescindible para esta compañía”. ¡Imprescindible! ¡Serán farsantes! Cuando la empresa exhalaba tantos beneficios que parecía escupirlos, yo no era uno de los suyos. Entonces, ni siquiera existía. Como mucho, alguna palabra amable, alguna esquiva palmadita en la espalda, pero los beneficios se los repartían entre cuatro vanidosos de pelo engominado que se fundían los restos en comilonas y vuelos en primera clase y hoteles de lujo. ¿Me invitaron alguna vez a sus supuestos viajes de negocios? No, por supuesto que no. Entonces, yo era invisible. Yo y mis chicos, como ellos los califican. Nuestras doce horas diarias de comernos los nervios y el cansancio son las que les han regalado sus chalets en la sierra, sus piscinas climatizadas y sus vacaciones en Aspen, Colorado. Pero claro, ahora ni se imaginan bajar su tren de vida y ¿quién paga sus excesos? Nosotros, por supuesto.
¿A cuántos más voy a tener que despedir? Nos obliga la multinacional, dicen. ¡No! Sois vosotros, los incompetentes, los cobardes, los que reclamáis más carne sin importaros nada… Los de siempre. Y ahora, me tocará a mí enfrentarme a los reproches callados, a la voz entrecortada, al temblor de manos, a la falsa entereza. Y callaré por no rebelarme. Trataré de mantenerles la mirada para no huir. Me esforzaré por envolver la injusticia con palabras de consuelo, tan sinceras como baldías. Me habéis convertido en el instrumento de vuestra traición. Pero sé que sólo soy el lastre que mantenéis para equilibrar el barco. En la próxima tormenta, me liberaréis. Entonces, cuando sienta que el agua me llega al cuello, gritaré: ¡Soy el desgraciado al que acaban de despedir y el cabrón no ha sido capaz de mirarme a los ojos!

lunes, 28 de septiembre de 2009

Soy el novio despechado de la burguesía barcelonesa. Hoy me parto de risa. Hace cuatro años, el día de mi boda, me mirabais por encima del hombro. ¿Os acordáis? Soy ese ser sin pedigrí, al que nunca le quedaban bien los trajes, que siempre transpiraba una gota más de sudor que vosotros y que, por supuesto, nunca participaba en vuestras conversaciones.
Durante un par de años fui la presa exótica que la nena Puig exhibía como una pincelada bohemia de su vida. Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Un día se dio cuenta de que yo no encajaba con su nuevo bolso Louis Vuitton. Pensó que esa temporada no se estilaban las pieles vulgares y me cambió por un flamante heredero de tez eternamente bronceada.
Esa unión fue muy celebrada por vosotros. Al fin, un acompañante que hablaba en las reuniones. Los temas de siempre, ya se sabe. Que si la empresa de éste o la del otro, que si nos vemos en la Cerdanya o en el Empordà, que si yo te hago un favor y tú me lo devuelves, que si el Palau de la Música…
… el Palau…
¿Seguirá presente en vuestras conversaciones? ¿Habréis recuperado el habla después de que la rabia y la ofensa os robaran las palabras? Quien más quien menos de vosotros, ha corrido con los gastos de la fiesta de Millet. Ese señor de Barcelona que, quizás inspirado por la genialidad y fantasía de la arquitectura modernista, concibió una estafa tan monumental, caprichosa e insólita como la propia obra de Domènech i Montaner.
Millet os resultaba altivo, antipático, pero a pesar de ello le rendisteis pleitesía. Con la complicidad y el silencio que dicta la cuna compartida.
En fin, permitid que este pobre diablo al que exiliasteis de vuestro círculo os observe en la distancia, os reconozca en las fotos de la prensa, imagine vuestras conversaciones y se le escape, en un acto reflejo, una risa incontenible, una carcajada de esas que salen de dentro, que sirven para exorcizar los demonios y burlarse de las penas del ayer. ¿Nos vemos en el próximo concierto?

sábado, 19 de septiembre de 2009

Soy la mujer que ha empezado la decimosexta dieta del año y sueña con pasteles de chocolate. Me despierto y, durante unos minutos, sigo pensando en ellos. En un tierno, jugoso y exquisito pastel de chocolate negro. Imagino cómo lo tomo en mis manos, cómo lo observo durante unos segundos antes de atreverme a profanarlo. Puedo notar ese cosquilleo picante en el interior de mi boca, el ligero aumento de salivación, la respiración algo alterada. Cuando parece que el mordisco ya es inevitable, aún retengo unos segundos más la acción. Lo justo para tornarse insoportable. Y, finalmente, lo hago. Me lleno la boca de esa masa dulce y amarga a la vez, cierro los ojos y me concentro en la caricia del azúcar y el pellizco del cacao. El bizcocho es tan tierno que apenas tengo que mover las mandíbulas, toda la boca se colma de su suavidad. La crema de chocolate, ligeramente más fría que la masa, se extiende por todos los rincones de la boca, alcanzado la comisura de los labios, dejando un vestigio de mi trasgresión. La lengua acaricia restos de mermelada. No acabo de distinguir si de frambuesa o de fresa. Es perfecta. Aún conserva el delicado rastro de acidez de la fruta. Ese toque enloquece las glándulas salivares. La ansiedad se dispara en un segundo, debo dar paso rápidamente al siguiente bocado. No hay tregua para el próximo. Nada puede detener la frenética cadencia del baile prohibido. No pienso. No oigo, ni veo. El gusto y el olfato son mi único enlace con el mundo. Mientras, el resto de los sentidos se someten a los soberanos. La porción ha disminuido al ritmo que crecía mi entusiasmo. Sólo me queda un bocado. El último. Me detengo un segundo para admirarlo. La visión casi me enloquece. Vuelvo a cerrar los ojos y el despertador vuelve a sonar. El ensueño ha durado exactamente cinco minutos. Me espera una tostada de pan integral, 50 gramos de queso desnatado, una pera y un café con sacarina. Dentro de tres horas me tomaré un yogur desnatado. Quizás si le echara unos trocitos de chocolate sin azúcar…
Nada, ni una tableta…
Sólo para dar un poco de color…
Además, dicen que el chocolate negro es muy sano...

jueves, 2 de julio de 2009

Soy el hombre que acaban de prejubilar y que siente cómo los días se alargan. Trato de distraerme, pero me paso el rato pendiente del teléfono, esperando que alguno de los ex compañeros con los que me he pasado media vida, me llame. Y, al final, ante su silencio, me invento cualquier excusa para ser yo el que marque el número. ¿Tan deprisa me han olvidado? ¿Dónde han quedado las palabras de apoyo y los te echaremos en falta? Hago esfuerzos para parecer desinteresado, pero acabo acribillándoles a preguntas sobre este y otro tema que dejé a medias o sobre este u otro compañero, si han prejubilado a alguien más o si han confirmado más despidos…Temo hacerme pesado, pero las horas pasan demasiado lentas y no es fácil inventarse otra vida cuando ya no parece haber nada que ganar. Nos criamos con el ansia de crecer, de conseguir más y más. Juventud, poder, sueños… Pero, ¿quién nos enseña a perderlo todo, a enfrentarnos a un cuerpo que ya no nos gusta, a una mente cada vez más lenta y a una melancolía que, poco a poco, va calando hasta en los huesos? Mantengo largas conversaciones conmigo mismo, trato de darme ánimos, buscar tareas que hacer, encargos que cumplir, a veces incluso consigo engañarme, haciéndome creer que esto es lo que llevaba tantos años esperando. Al fin, tiempo para mí, para hacer lo que me venga en gana, tiempo para leer, para pasear, para ir al cine, para dormir… Pero lleva tres días lloviendo; después de siete horas en la cama me duele todo el cuerpo y leer me cansa. Soy una personal racional, sabía que esto pasaría, pero tener el conocimiento no espanta el aburrimiento, ni la tristeza. Paso tantas horas en silencio que temo quedarme sin palabras. Para mi mujer soy un estorbo. Y ella también lo es para mí. No es que no nos queramos, es simplemente que cada uno se había construido su espacio y ahora yo he perdido el mío y sobrevivo invadiendo el suyo. Algunos nos animan a salir al cine, a apuntarnos a un club social, a irnos de vacaciones. Pero yo sé que cuando las vacaciones son eternas, entonces no son vacaciones. Son, sencillamente, una pregunta: ¿Qué hago hoy?
Soy la mujer que gana menos de lo que cuesta el alquiler de su casa. La mujer que ha perdido el trabajo de las tardes. Que no duerme por las noches. La mujer que se casó con el hombre equivocado, que escogió el trabajo sin futuro y que ahora se la come el miedo. Repaso la lista de conocidos y pienso a quién voy a llamar pidiendo ayuda, a quién puedo alquilar una habitación, a quién puedo suplicar un trabajo. Quizás podría limpiar casas de otras madres. De esas que compran en el mercado sin mirar el precio, que regalan a su hija adolescente las bambas de moda que llevan sus amigas, que deslizan en la mano de su niño unas monedas para comprar los últimos stacks de Star Wars sin rebuscar desesperadamente en el fondo de su monedero. Miro la cuenta corriente y veo cómo la cifra se va haciendo más y más pequeña, y ya no sé de donde recortar. Hace dos meses que no me tiño las canas. Ya no me molesto en tratar de disimular las ojeras. Me miro al espejo y no me gusto. Me miro por dentro y siento vértigo. En las últimas semanas he dejado de ser joven. La angustia me ha desgastado. Una a una, se desdibujan todas las imágenes que había soñado y ahora, cuando doy el último beso del día a los niños dormidos, mancho sus mejillas de un rastro de impotencia y sal. Si al menos durante unos segundos pudiera dejar de pensar. Si pudiera refugiarme en su aliento cálido, en sus párpados serenos, cerrar los ojos y volver a creer que todo es posible. Que todo depende de mí. El ayer duele tanto como el futuro incierto. Y el hoy se ha convertido en un no. No al capricho. No a la necesidad. Mañana iré a servicios sociales. Y aún me cuesta creer que esté hablando de mí misma. ¿Cuánto tardarán mis niños en estar tan asustados como yo? ¿Hasta cuándo podré engañarles? ¿Cómo se explica a una hija adolescente y a un crío que ya no somos iguales que sus amigos, que tampoco somos iguales a nosotros mismos? Sí, limpiaré casas. Empezaré a dar voces. Y mi hija se morirá de vergüenza.
Soy Bo, el perro de Obama. Un perro de aguas portugués que tiene medio mundo revolucionado por su pedigrí. Parece ser que a las asociaciones de rescate de animales no les ha parecido bien mi linaje genealógicamente perfecto. Sin duda, hubieran preferido un chucho de menor estirpe pero con la impecable etiqueta de lo políticamente correcto. Entendámonos, un cachorro que comparta orígenes tan inciertos como los de mi propio amo. Ya imagino el reportaje, Obama rodeado de su encantadora familia salvando a un podenco abandonado en una perrera. Allí, la buena gente voluntaria sonreiría a las cámaras y sentirían que, al fin, el sacrificio de tantos años era recompensado por unos inesperados cinco minutos de gloria. Pero a ver, pueblo ingenuo, ¿acaso alguien creía que el presidente de los Estados Unidos iba a arriesgarse a acoger un perro que, al cabo de tres meses, se volviera patizambo, acusara obesidad o que su pelaje empezara a denunciar sospechosas máculas de mil leches? Una cosa es ir de campechano, con su chándal de marca, mezclándose con la plebe hamburguesa en mano, y otra muy distinta erigirse en el benefactor de los parias de la tierra. Este hombre, por mal que os pese, no es uno de vosotros. Ni es Gandhi, ni el Che, ni un nuevo mesías. Comprendedlo de una vez, Obama me ha elegido a mí. De todas las opciones posibles, ha escogido el perro preferido del senador Edward Kennedy, un ejemplar de pura raza, de probada nobleza y perfectamente entrenado. Cuando me llevaron a la Casa Blanca, sabía muy bien cual era mi cometido: seguir al presidente por toda la habitación. Miradme y empezad a haceros preguntas. O mejor, empezad a responderos todos aquellos esperanzadores interrogantes que os habían surgido con la victoria de mi amo. Os acordáis, ¿verdad? ¡Yes, we can! En fin, querido pueblo llano, lo siento, no quería entristeceros con mi presencia. En cualquier caso, pronto os pasará el disgusto. Resulta imposible odiarme. ¿A que tengo una imagen adorable? Tan dulce, tan afable y, a la vez, tan enérgico y juguetón. Si me conocierais, no os marcharíais sin antes regalarme una caricia. Reconocedlo, soy el perro que todos vosotros querríais tener.
Soy el mentiroso que cada día dice que te quiere, aunque ya nunca pienso en ti. Pero no te ofendas, en el fondo, no es nada personal. Pero es que ya no pienso en nadie. Ni siquiera en mí. Desayuno. Autobús. Trabajo. Comida de tupper. Siempre las mismas bromas. Siempre los mismos comentarios. Más trabajo. Autobús. Un beso para ti. Cena. Tele. Estoy agotado. Sí, yo también. Me voy a la cama, ¿vienes? En cinco minutos. Ves tirando. Duermo. Despertador. Desayuno… Soy el hombre que le dan pánico los conflictos. Que siempre dice sí por temor a que su entorno se desmonte. No me gusta como soy. De hecho, siempre he admirado a esas personas henchidas de energía, ambiciosas y con un montón de causas por las que luchar. Incluso conseguí que una se enamorara de mí. Sí, ya estaba contigo, pero tranquila, la historia duró poco. Supongo que al final se cansó de mí. Yo tampoco lo llevaba muy bien. Aunque nunca me había sentido tan orgulloso de mí mismo como entonces, no soportaba la presión de fallarle. Ella me había adoptado como una de sus causas. Esperaba que algún día despertara, que abandonara un matrimonio sin sentido y ese conformismo que me corre por las venas. Pero se hartó de esperar. Normal. No se lo reprocho. Es que yo no sé de donde sacar fuerzas. Soy capaz de pasarme todo un domingo por la tarde ante el televisor sin que me guste nada de lo que veo o quedar cada sábado con unos amigos que ya me aburren o seguir contigo aunque ya no esté enamorado. Todo, por miedo a enfrentarme a lo inesperado. A veces pienso que estoy malgastando mi vida pero, ¿quién me dice que lo que no tengo es mejor? Además, no podría soportar hacerte daño. Al fin y al cabo, llevamos media vida juntos. Probablemente tú tampoco estés enamorada de mí, incluso es posible que me ridiculices cuando sales con tus amigas o que te hayas buscado un amante. Pero yo no me veo capaz de dejarte. Me da miedo quedarme sólo. Además, te tengo cariño. Ya sé que no suena como en las películas, pero al menos es verdad. Pero no te preocupes, nunca tendremos esta conversación. Quizás nos veríamos obligados a cambiar algo. Por eso, cuando tú me preguntes si te quiero, yo siempre te responderé sí.
Soy el soldado israelí que participó en un videojuego alucinante que manchó de barro sus botas. Hoy vuelvo a llevar pegada a mi piel la camiseta que empapé de sudor. Esa misma que ha escandalizado a hipócritas de medio mundo. Una imagen: la de una palestina embarazada. Y un lema: 1 tiro, 2 muertes. No pude cumplir la consigna. Pero que nadie se engañe, me hubiera gustado. Yo no soy como esos soldados que ahora andan lamentándose y denunciando no sé qué abusos. ¿Acaso existió alguna vez una guerra limpia? Entendámonos, los palestinos nos están jodiendo la vida, la nuestra y la de nuestros hijos, son perros rabiosos que muerden la mano que les da de comer, parias que sólo quieren nuestra destrucción. ¡Hasta los rabinos nos animan a no tener piedad! ¿A qué viene ahora tanta bronca? En la guerra, mejor tener las cosas claras. Al enemigo hay que joderle. Y punto. Y los niños bien, a su casa. Con papá y mamá. Que les das un arma y toda la chulería se les escapa por el culo. Unos mierdas, eso es lo que son. Unos mierdas y unos cobardes. Yo no. Por primera vez en mi vida me he sentido alguien. Respiraba, sudaba, ¡meaba poder! Era el puto amo del mundo. Entraba en una casa, gritaba y todos me temían. ¡A mí! No sólo los niños, no. Todos se cagaban, hombres, mujeres, viejos… Y yo decidía. La vida de un palestino no vale nada. Yo lo sabía. Y ellos también.
Desde que volví a casa, cada noche me emborracho con los colegas. A las chicas les ponen los héroes y yo les regalo una historia bien cargadita de sangre. Intento no llamar perros a los palestinos, porque a veces alguna se me pone sensible. Así que cuento lo del niño que salvé en medio del bombardeo. En realidad no fui yo pero, ¿a quién le importa? De hecho, ¿a quién cojones le importa nada? El jodido niño murió. Y yo escupo en su memoria. Los buenos soldados lo sabemos, yo lo sé, el odio ha de ser más fuerte que el miedo. La mierda es que el cabrón se ha hecho fuerte en mis pesadillas. Espero que se marche pronto. En mis sueños no consigo matarle. Esta noche volveremos a encontrarnos. Y yo le ganaré. Definitivamente.