jueves, 2 de julio de 2009

Soy la mujer que gana menos de lo que cuesta el alquiler de su casa. La mujer que ha perdido el trabajo de las tardes. Que no duerme por las noches. La mujer que se casó con el hombre equivocado, que escogió el trabajo sin futuro y que ahora se la come el miedo. Repaso la lista de conocidos y pienso a quién voy a llamar pidiendo ayuda, a quién puedo alquilar una habitación, a quién puedo suplicar un trabajo. Quizás podría limpiar casas de otras madres. De esas que compran en el mercado sin mirar el precio, que regalan a su hija adolescente las bambas de moda que llevan sus amigas, que deslizan en la mano de su niño unas monedas para comprar los últimos stacks de Star Wars sin rebuscar desesperadamente en el fondo de su monedero. Miro la cuenta corriente y veo cómo la cifra se va haciendo más y más pequeña, y ya no sé de donde recortar. Hace dos meses que no me tiño las canas. Ya no me molesto en tratar de disimular las ojeras. Me miro al espejo y no me gusto. Me miro por dentro y siento vértigo. En las últimas semanas he dejado de ser joven. La angustia me ha desgastado. Una a una, se desdibujan todas las imágenes que había soñado y ahora, cuando doy el último beso del día a los niños dormidos, mancho sus mejillas de un rastro de impotencia y sal. Si al menos durante unos segundos pudiera dejar de pensar. Si pudiera refugiarme en su aliento cálido, en sus párpados serenos, cerrar los ojos y volver a creer que todo es posible. Que todo depende de mí. El ayer duele tanto como el futuro incierto. Y el hoy se ha convertido en un no. No al capricho. No a la necesidad. Mañana iré a servicios sociales. Y aún me cuesta creer que esté hablando de mí misma. ¿Cuánto tardarán mis niños en estar tan asustados como yo? ¿Hasta cuándo podré engañarles? ¿Cómo se explica a una hija adolescente y a un crío que ya no somos iguales que sus amigos, que tampoco somos iguales a nosotros mismos? Sí, limpiaré casas. Empezaré a dar voces. Y mi hija se morirá de vergüenza.

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