miércoles, 12 de junio de 2013

Piedras
YODONA (8 junio 2013)



  Recuerda perfectamente la primera piedra que tragó. Un pequeño canto rodado de un gris mortecino. El agua y el tiempo habían borrado sus aristas. No le molestó demasiado. Tampoco su sabor. Si acaso, un gusto que le recordaba a las galletas de la infancia. La siguiente fue una piedra de origen volcánico. Su tamaño era un poco mayor, así que la mordió. Las piezas dentales resistieron. Y un sabor mineral le invadió la boca. La tercera abrió la puerta a una sucesión de guijarros y pedruscos que no pudo evitar engullir.

No lo confesó a nadie. Tampoco a ella. Al principio creyó que no valdría la pena. Una dolencia pasajera, se dijo. Pero, pronto, los días de rocas poblaron el calendario. Siempre había un motivo para que su estómago acogiera un nuevo pedacito de granito, pizarra o basalto. El día que discutieron, no pudo evitarlo… Ella nunca le culpó de la desaparición de su colgante de jade. Pieza a pieza, los alfiles, caballos y peones del ajedrez de la maldita oficina se evaporaron del tablero. Y la vecina antipática cada día descubría una nueva mella en el angelito de arenisca que adornaba su puerta. A medida que su apetito pétreo se tornó más y más voraz, su silencio se hizo más hermético. Las palabras se le encallaban en la garganta, los gestos se agarrotaban. Ya no sabía sonreír. Su mirada se detuvo y sus pasos se frenaron. Se acostumbró a ver la vida desde la ventana. Inmóvil. Una tarde de lluvia anheló deshacerse en agua. Una lágrima luchó para escapar de su prisión de piedra. Cuando lo logró, él se rompió en mil añicos.

jueves, 6 de junio de 2013

Vida secreta
YODONA (1 junio 2013)



  Llevaba acumulados tantos secretos que la casa empezó a quedársele pequeña. Si sentía sed a medianoche, era imposible no tropezarse con algunos de sus silencios. Los disfraces escapaban del armario y la memoria esperaba un despiste de las defensas para atacar el presente. Al fin, decidió poner orden, y encerró su vida oculta en una estancia. Tras la puerta cegada, se apelotaban las palabras dichas y las calladas. Un mundo de pasos, besos y sueños. En el cuarto de los secretos se contaban sus historias la soledad, el deseo, la imaginación y la memoria. Batallitas de otros tiempos o historias del país de nunca jamás. Todo realidad. O todo ficción. En realidad, tanto daba.

A veces, al recorrer el pasillo, oía la vida bulliciosa que se escondía al otro lado de la puerta. Entonces, la nostalgia era tan intensa que, asomada a la cerradura, espiaba los movimientos de sus secretos y se colmaba con sus charlas disparatadas. Otras veces también se acercaba a la puerta, pero era para abrirla y abandonar, con gesto tierno y mirada triste, a un nuevo compañero de juegos. El tiempo pasó y se acostumbró a vivir en un piso de estancias cerradas. Apenas ya le quedaba espacio para moverse. Tan solo la mitad del salón que había habilitado como un campamento de emergencia. Un día –fue inevitable- llegó a casa con un nuevo secreto. Ya no había sitio para él, a no ser que lo acomodara junto a ella, pero eso causaría una auténtica rebelión entre los encerrados. Al fin, empezó a abrir puerta tras puerta. Sonrió. Y, perdida en su otra vida, desapareció.

jueves, 30 de mayo de 2013

Gota a gota
YODONA (25 mayo 2013)



  Llegó y se colocó en un rincón. Escogió la esquina más discreta, apartó un poco el paragüero y se quedó allí, como si él también fuera a recoger la lluvia de mis pasos. Vinieron días de aguaceros chillones y otros de chirimiri afónico. A veces, juntaba sus manos para recoger las gotas acumuladas después de una tormenta. Otras, alargaba un dedo, solo uno, para atrapar una lágrima de lluvia perdida en mi cabello. Los días de sol nos perdíamos la pista. El rincón se volvía invisible. Él se perdía en su oscuridad y mi mirada no le buscaba. Pero el cielo siempre acababa cansándose del azul brillante y volvía a su vieja bata de felpa gris. Entonces, tan pronto como yo abría la puerta, con las ropas chorreantes de la molicie del cielo, tropezaba con sus manos cálidas. Y así, gota a gota, iba ganando milímetros de piel.

El día que se instaló en el balcón no me extrañó. Desde allí espantaba la ceniza de los días grises y, los días de sol, cuidaba las flores del balcón. Empecé a visitarle. Por las mañanas tomábamos algo de fruta y, al atardecer, compartíamos una copa de vino. Cuando me alejaba de casa, justo antes de doblar la esquina, me acostumbré a despedirme agitando mi mano izquierda en el aire. Nunca me giré para ver si él me respondía. Siempre sentí que lo hacía. Los días de lluvia siempre fueron especiales. En invierno, contemplábamos cómo el mundo se perdía entre goteras y arrojaba un universo líquido en los cristales. En verano, dejábamos que el agua nos calara algo más que el cuerpo. Lluvia tras lluvia. Amor gota a gota.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Un dios pequeñito
YODONA (18 mayo 2013)



  Esta no es una oración ni un salmo ni una plegaria. Pero ayer se perdió un dios pequeñito y trato de encontrarlo. No luce barbas ni viste túnica. En sus manos no empuña un tridente ni un rayo. De hecho, sus extremidades son tan escuálidas que no podrían soportar tanto peso. Él nunca se anuncia con el rugido de los truenos ni el bullicio de las trompetas. Él es un dios de pies menudos, pasos ligeros y silencios largos. No sirve para grandes cometidos, mejor no hablarle de salvar al mundo o de frenar la destrucción de la capa de ozono. Él es más de remiendos y zurcidos, de recomponer un jarrón roto, una lámpara tuerta o echar azúcar en el té amargo. La mayoría de las veces pasa desapercibido. Con su traje gris gastado, sus zapatos con hambre y su viejo sombrero calado sobre la cabeza pelona, atiende con diligencia una enorme lista de asuntos pequeñitos. Por la noche, cansado de tanto ajetreo, sumerge los pies en agua caliente y come palomitas mientras ve películas de dioses grandes.

Pero ayer no regresó a casa. Hace horas que le busco, pero solo encuentro su ausencia. No es un asunto de vida o muerte, pero necesito que me regale un día sin rasguños, que esas letras dejen de darme la espalda y una nota se alargue tanto que se cuele por los poros de mi piel. Quiero una sonrisa para desayunar y unas risas en el almuerzo. Veinte poemas de amor y ninguna canción desesperada. Un sol en el horizonte, un mar cargado de botellas con mensaje y una noche con respuestas. Nada, los asuntos de un dios pequeñito. Sin mayúsculas ni altares.

jueves, 16 de mayo de 2013

Lo que vendrá
YODONA (11 mayo 2013)



  Están brotando las flores que pronto lucirán en tu jarrón. El vino que disfrutarás reposa en una barrica de roble antigua. Un músico compone la que será tu canción preferida. Un poeta sueña con esos versos que te robarán el aliento. En algún punto del mapa te espera el lugar que conquistarás. El pan aún se esconde en el trigo, el aceite duerme en un mar de olivos, la sal se libera bajo el sol. Todo lo que envolverá mañana tu vida está ahora desperezándose. Quizá ya asoma, tímidamente, su cabeza al mundo. Tal vez aún sestea en el útero del tiempo y la imaginación. En silencio se van tejiendo los hilos que te unirán a un aroma, a un sonido, a unas palabras o a un cuerpo. Miles de filamentos invisibles. Hebras incorpóreas que se sumarán a todas las que ya ahora te rodean y te abrazan. Tu latido, tu mente y tu piel conectada a una realidad viva y cambiante.

Un niño reirá y su carcajada también trepará por un cabo suelto y se prenderá descarada a tu manto intangible. Un café tomado en una terraza, un paseo en la playa, las voces de los amigos, un bocado dulce, ese rayo de sol que, tozudo, insistirá en colarse por la ventana… Todo ello, por veredas que nadie conoce, ya está iniciando su travesía hacia ti. Su llegada no está anunciada en el calendario. No hay augurios que la presagien. Las líneas de las manos son solo caprichos de la piel y los posos del café, restos del pasado. Pero una maraña de hilos, cabos e hilvanes no cesa de tejerse a tu alrededor. Un manto que te acompaña. Y también, si conviene, una armadura.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Romper
YODONA (4 mayo 2013)




  Ahí está tu nombre, tu imagen, tus datos más básicos. Es un documento oficial… Será verdad. Te miras al espejo. Y el reflejo te anuncia que eres así. Joven. Viejo. Alta. Flaco. Seria. Risueño. Las imágenes y los documentos guardados en el ordenador también hablan de ti. Y los mensajes y los contactos de tu móvil. Tus lecturas. Las prendas del armario. Los recuerdos. Las canciones. Todo lo que te rodea te indica cómo eres. A veces te lo recuerda en un susurro, cuando te siente titubear. Otras, te lo testifica a voz en grito cuando te siente perdido y se apura a recordarte que naciste y que fuiste pelón o rubia o rollizo como un tocinillo. Naciste, creciste y estás dónde estás. El orden es un infiltrado agazapado, cada mañana, en el sonido del despertador, tras el espejo, en la inercia de ese café con una nube de leche, en esos datos impresos que insisten en seguir imponiendo su rutina.

Pero hay momentos, cuando el orden baja la guardia, en ese tránsito entre lo real y lo soñado, que un estilete juega a dibujar hendiduras en el espejo. Romper. Hacer añicos lo que se supone ya escrito. Despedazar la lista de los deberes. Cambiar el rumbo y reírse del dibujo loco de las huellas. Escribir un poema donde antes había un dictado. Improvisar una melodía donde sólo parecía existir un monótono e implacable tic-tac. Y rehuir el cementerio de las palabras que se olvidaron del significado, de los pasos que sólo repiten lo andado, de los diarios de páginas amarillentas, de la querencia sin sentido. Romper. Sin más. Y vivir.

martes, 23 de abril de 2013

Sal
YODONA (20 abril 2013)




  Está salada, dijo al tomar un sorbo del vaso de agua. Ningún compañero de mesa le dio la razón, así que ella no insistió. Pero está salada, pensó. Cuando subió al autobús, le invadió un intenso olor a salitre. Era un olor absurdo, desatinado, fuera de lugar. Una exhalación que sumergía la mente en un mar salpicado de barcos, redes y brea, mientras la realidad oponía un enjambre de brazos, miradas demasiado próximas y un escenario de hormigón en movimiento. Ni al entrar en su casa logró desembarazarse de esa presencia de mar, de salina blanca, de cosquilleo en la lengua. Aquella noche, su sueño se adentró en una cueva de sal. Suelo, techo y paredes de nieve sedienta. Al caminar, oía el crepitar de la superficie bajo sus pies y el aullido de su garganta rota por la sequedad. Cuando despertó, algo le irritaba la piel en la espalda. Sobre las sábanas halló un puñadito de escamas de sal.

El proceso fue rápido. Demasiado para poder acostumbrarse a un cuerpo repentinamente blindado. Cada mañana, entre las pestañas, asomaban costras de sal. La lengua amanecía cubierta de finísimos granos blancos. La piel, un armazón de escamas. El cuerpo entero, un recipiente de cloruro sódico. A pesar de lo llamativo de la transformación, nadie parecía percatarse de su metamorfosis. Ni los compañeros de trabajo, ni los de copas. Tampoco los médicos, ni siquiera su peluquero, que se entretenía recortando las estalactitas que pendían de su cabeza. En realidad, todos sabían. Hacía mucho que ella, de tanto mirar atrás, se había convertido en estatua de sal.

jueves, 11 de abril de 2013

La espera
YODONA (6 abril 2013)




  Largo, eterno, infinito. El minuto se ríe de la manecilla del reloj, del cronometro digital, de todos los sistemas de medición del tiempo y de las leyes de la física. Se burla de esos supuestos 60 segundos que transcurren al contarlos con ritmo pausado. De las sentencias de la razón y los resultados altivos de las matemáticas. Cuando esperamos, el tiempo es un payaso, mitad bufón, mitad monstruo, que rompe a carcajadas ante nuestro nerviosismo e inventa números grotescos que solo avivan el escozor de la piel. La espera es el instante interminable que tarda una gota en desprenderse de una hoja. La angustia del acusado ante el dictamen del juez. La noche de reyes para el niño chico. Una guardia irresistible. Insoportable. Imposible.

La espera es una tenia con hambre perpetua. Se pasea por el cuerpo devorando la paz y el sueño. Si anida en el corazón, el latido parte al galope tendido, desbocado por el ansia. Si se pasea por la mente, arrincona los pensamientos que puedan robarle protagonismo. Si deambula bajo la piel, se convierte en un ejército de hormigas que mordisquean cada poro. De nada sirve suplicar un bálsamo. Aún no ha llegado la hora. Aún no… La espera es el limbo de los vivos. La estancia donde habitan los temores y las ilusiones. Títeres que nuestra mente inventa para mantenerse con vida. Espera el niño la mañana de reyes. El alumno, el aprobado. El viajero, su destino. El amante, la piel esquiva. La madre, parir al hijo. El hijo, ser padre. Y entre espera y espera, resbala la arena del reloj de la vida.

jueves, 4 de abril de 2013

Sin piel
YODONA (30 marzo 2013)




  Un día, puso su piel en la maleta. Con todas las caricias, las heridas y el mapa de las arrugas. La cerró con un candado doble y la envió lejos, muy lejos. Así, desnudo de memoria, se paseó por las calles viejas que olían a nuevo. Se quemó los labios con la sopa demasiado caliente. Se lastimó los pies con los cantos de los adoquines. Y se rasguñó el pulgar al repasar un grafiti. Pero el hombre se reía de sus males y disfrutaba de un cuerpo sin la frontera gastada de su piel. El viento le empapaba de aromas. Ahora, el guiso denso de un vecino. Ahora, un perfume balanceándose sobre unos tacones. Ahora, el olor sabio de piedras antiguas. Sin los centinelas ni las barreras de la piel, el mundo entraba a chorro en su interior.

Hambriento de vida, se perdió por bares y camas. No había amante más sincero ni más libre que ese hombre sin disfraz. Se dormía empapado de besos y, cada mañana, al lavarse la cara, los veía perderse en un remolino de agua. Por el desagüe también escapaban la pompa de jabón de un niño, el abrazo de un amigo, el crujir del pan caliente entre las manos y el trago cálido del vino. Liviano, volvía a la calle. Libre de recuerdos. Vacío de todo lo que el día anterior le había colmado. Una noche la conoció. Rieron y se amaron. Al despertar, no quiso perderla, pero no pudo apresar su aroma. Con la luna, volvió a ella y, de nuevo, la perdió al amanecer. Esta vez, lloró su ausencia. Pero sus lágrimas también escaparon. Sintió frío. La lluvia le molestaba. Y entonces, solo entonces, añoró el refugio de su piel gastada.

lunes, 25 de marzo de 2013

Despierta primavera
YODONA (23 marzo 2013)



  Tumbada en su lecho de invierno, duerme plácida. Soñolientos los latidos. Paciente la respiración. Una vida en pausa. La piel reposa. Y espera. Aguarda el momento en que un leve cosquilleo erice su vello. En el remanso de la sangre aparecerán los primeros torbellinos. Se desperezarán los miembros. Bostezarán los labios. La mano se alargará buscando los rayos de sol y una descarga recorrerá la médula espinal. Pellizcos en los párpados. Hormigueo en los pies. Un salto. Aroma a fresa y hierbabuena. Una pizca de pimienta. Verde efervescente en la mirada. Triunfan los verbos y se esconden los puntos. Adiós a las pausas. Partículas de sol se cuelan por los poros. Aletea el ánimo. Vibra el pulso. Suena el despertador de las quimeras. Y la vida toma carrerilla.

Se retiran las enredaderas que apresaron las ventanas. Ya se van los escarabajos que anidaron en los felpudos. Fuera las hormigas de las cerraduras y el serrín de las rendijas. ¡Puertas abiertas! Que corra el aire y se lleve a la rutina pegajosa. Que las exclamaciones salgan de su escondite y la pasión abandone la esquina donde se quedó dormida. En el altillo, entre las mantas, reposarán los días fríos y la nostalgia. Se guardará el libro de los caldos y potajes. Y en los tarros de la despensa se almacenarán las tardes somnolientas, el vaho en la ventana y los troncos desnudos de los árboles. Hoy, el día juega con el abecedario y compone palabras locas, generosas y radiantes. Hoy, al fin, un aliento ha roto el lecho del invierno. Despierta un deseo. Despierta la primavera.

jueves, 21 de marzo de 2013

Respirar
YODONA (16 marzo 2013)



  ¡Disculpe! Una voz joven le avanza y se aleja con pasos apresurados. Por su aspecto, no debe de tener más de veinte años. El hombre observa esa melena oscura meciéndose calle abajo. Como suele ocurrirle, el presente se convierte en un billete al pasado y regresa a unos rizos parecidos. Esta vez, sin embargo, el mechón no tiene urgencias y lo enreda distraído en su dedo. La memoria recupera el tacto de la piel saciada, de unas sábanas de algodón recio, como eran entonces las sábanas, de olores compartidos y de una luz antigua de atardecer. El recuerdo tiene la dulzura de las horas suspendidas. Esas que, como motas de polvo, siguen flotando en la atmósfera de lo amado, convirtiéndose en nostalgia. De cuando en cuando, le gusta asomarse a su cielo perdido y dar mordiscos en el aire. Entonces, su boca se inunda del sabor de la fruta madura.

Nunca se pertenecieron, pero se regalaban el uno al otro. Hasta una tarde en que ella no apareció. Desde entonces, solo el azar se la mostró. Siempre lejana. Siempre ajena. Él no sintió cómo en el vientre de ella nacieron otros latidos, ni trazó los senderos de sus arrugas, ni acarició el cansancio de su cuerpo. Nunca le perdonó que no se despidiera. Ni siquiera para morir. Durante años no le pesó su ausencia. Pero ahora que el presente mira al pasado para sentirse vivo, su recuerdo se hace más persistente. Y también los reproches. No comprende su marcha, ni su silencio, ni su ausencia. Ni tampoco entiende que, a veces, a través de unos rizos de cabellos oscuros, ella le visita. Y él la respira.
Aullido
YODONA (9 marzo 2013)



  Llega de madrugada a casa, con los primeros rayos de sol. Va directo al baño. Necesita una ducha. Se frota con energía y deja que el agua caliente resbale por su cuerpo. Cierra los ojos y siente cómo el líquido arrastra hacia el sumidero una costra de oscuridad. Su corazón se acelera en una mezcla de temor, ansiedad y liberación. Ya está, ya pasó. Se acaricia el rostro y exhala un suspiro. De nuevo, la piel. Sus ojos ya no hierven. Los oídos dejan de auscultar la lejanía. Su garganta ya es capaz de articular palabras. Poco a poco, su columna vertebral se acostumbra a mantenerse erguida. En su boca, el sabor amargo del mal. La razón corre a ponerle a salvo de la locura y teje una red de excusas redentoras. Es tu naturaleza. No tienes la culpa. Es esta maldita luna llena…

Cuando salga de la ducha, de nuevo será él. El hombre que quiere ser. La furia se habrá ocultado en algún rincón inaccesible, pegada a los huesos, enredada entre las tripas, dormida tras los párpados. Y él fantaseará imaginando una vida sin noches de luz blanca. En esa existencia, los temores no se colarán entre las sábanas ni los minutos de recuerdos amargos jugarán a ser eternos. Si él no cargara con ese infame desconocido que comparte su carne y su sangre, ahora no estaría arrodillado bajo el chorro de agua caliente. Observando cómo los restos de su perfidia se pierden en un remolino. Ni tampoco guardaría en el cajón de la cómoda una pistola con una bala de plata. Último remedio a la espera de que lleguen unas manos que le amen. Y que aprieten el gatillo.