martes, 23 de abril de 2013

Sal
YODONA (20 abril 2013)




  Está salada, dijo al tomar un sorbo del vaso de agua. Ningún compañero de mesa le dio la razón, así que ella no insistió. Pero está salada, pensó. Cuando subió al autobús, le invadió un intenso olor a salitre. Era un olor absurdo, desatinado, fuera de lugar. Una exhalación que sumergía la mente en un mar salpicado de barcos, redes y brea, mientras la realidad oponía un enjambre de brazos, miradas demasiado próximas y un escenario de hormigón en movimiento. Ni al entrar en su casa logró desembarazarse de esa presencia de mar, de salina blanca, de cosquilleo en la lengua. Aquella noche, su sueño se adentró en una cueva de sal. Suelo, techo y paredes de nieve sedienta. Al caminar, oía el crepitar de la superficie bajo sus pies y el aullido de su garganta rota por la sequedad. Cuando despertó, algo le irritaba la piel en la espalda. Sobre las sábanas halló un puñadito de escamas de sal.

El proceso fue rápido. Demasiado para poder acostumbrarse a un cuerpo repentinamente blindado. Cada mañana, entre las pestañas, asomaban costras de sal. La lengua amanecía cubierta de finísimos granos blancos. La piel, un armazón de escamas. El cuerpo entero, un recipiente de cloruro sódico. A pesar de lo llamativo de la transformación, nadie parecía percatarse de su metamorfosis. Ni los compañeros de trabajo, ni los de copas. Tampoco los médicos, ni siquiera su peluquero, que se entretenía recortando las estalactitas que pendían de su cabeza. En realidad, todos sabían. Hacía mucho que ella, de tanto mirar atrás, se había convertido en estatua de sal.

2 comentarios:

  1. Emma como siempre me deleito con tus palabras son "per sucar-hi pa" petons Josep

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