lunes, 6 de agosto de 2012

Obra inconclusa
YODONA (4 agosto 2012)



De repente, un poeta sintió frío. Mucho frío. Y dejó de escribir. Ya no continuaría aquel poemario. Si lo hiciera, pensó, solo añadiría traición a la verdad acumulada en aquel tercio de obra inconclusa. Toda la belleza, la pasión y los sueños que esperaban impacientes encontrar un lugar entre las líneas, se toparon con una puerta cerrada. Al otro lado, los renglones ya escritos se sentían flotar en el vacío, satélites vagando sin un planeta al que asirse. Un cosmos sin dios ni gravedad.

Pasaron años de frío y calor, como en todas las vidas. Y al poeta le llegaron aplausos y abucheos, también como en todas las vidas. Las arrugas se añadieron a su vocabulario. También los párpados cansados, la piel moteada y los suspiros al levantarse y tratar de recomponer su cuerpo. Los cabellos huyeron, igual que muchas palabras se dieron a la fuga, exiliándose en el archipiélago de la utopía. La paciencia también salió a escape y el poeta le tomó el gusto a desvanecerse de las tertulias y las charlas sin rematar opiniones, reflexiones o críticas. Los amigos se acostumbraron a sus idas y venidas. Lo achacaban a los caprichos de la edad y a la genialidad de su arte. Pero el poeta se reía de la comprensión ajena y, aún más, de sí mismo. No se reconocía en las reseñas ni en las biografías, y se equivocaban quienes creían reconocerle esbozado en los personajes de sus obras. Un día, el poeta tuvo frío y entonces comprendió: él era todo lo que no era. Hizo las maletas y desapareció para siempre en las páginas en blanco de su obra inconclusa.

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