martes, 5 de febrero de 2013

El cuadro
YODONA (2 febrero 2013)



  Compró el cuadro en una feria de antigüedades. El hombre no poseía una especial sensibilidad artística, pero sí una pared desnuda. Las dimensiones del lienzo encajaban bien con el espacio. Lo colgó tan pronto como llegó. Él era así, incapaz de soportar un objeto fuera de su lugar. Cuando acabó, aún le quedaba media hora para la cena. Era su tiempo de lectura. Tomó un libro y se sentó en el sofá. El espacio recién vestido se encontraba en el ángulo derecho de su visión. Trató de concentrarse en las letras, una fría descripción de un páramo deshabitado del norte. Aunque tenía la vista fija en las páginas, los trazos rojos del cuadro parecían bailar a su alrededor. Frunció el ceño. No soportaba las interrupciones y aquellos reflejos no remitían. Reclinó un poco el cuerpo hacia la izquierda para escapar de cualquier distracción visual. La postura le molestaba, más por la novedad que por la incomodidad. Aunque no había rastros del óleo en su campo de visión, seguía inquieto. No pudo reprimir un rápido vistazo a su espalda. Dio un bufido y volvió a centrarse en la historia. De nuevo, las estepas siberianas. Pero también, de nuevo, la imagen mental de un rojo centelleante. Cerró el libro con un gesto nervioso. Con impaciencia, bajó a la tienda de la esquina y compró una lámina anodina en blanco y negro.

Pasaron los años. Una noche de invierno, el reloj del salón se detuvo y él sintió que el frío le invadía. Murió con la vista clavada en la lámina triste. Buscando el calor de aquel rojo oculto. Demasiado tarde para improvisaciones.

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