domingo, 27 de junio de 2010

Soy el vacío del que ya no está. Entras en la habitación y tratas de no verme. Te acercas a la cama, acaricias las sábanas, tu mirada resbala por los objetos que reposan en la mesilla, te detienes unos segundos en la sonrisa del retrato. Yo sigo inmóvil en un rincón. Aunque finges ignorarme, puedo sentir como brota tu odio hacia mí. Estoy a punto de dar un paso al frente, cuando tú, cómo si hubieras adivinado mis intenciones, te giras con determinación. Casi con rabia.
Ves el armario y cierras los ojos. Suspiras. No sabes si debes. No sabes si puedes. Al fin, te decides. Abres las puertas y un dolor agudo te corta la respiración. Tu corazón deja de ser músculo y sangre. Es una piedra helada con aristas. Un puño rígido e hiriente. Los restos de mármol de una lápida. Me aprovecho de ese instante de debilidad y la proximidad de mi presencia eriza el vello de tu espalda. Tomas una prenda y hundes tu rostro en ella. Su aroma se mezcla con mi aliento y la hiel penetra en tu cuerpo. Coges una camiseta, una camisa, un suéter. Un barullo de ropa que no consigue desvanecer mi olor. Ahogas un grito y te dejas caer en el suelo. Te rompes en un llanto.
Me arrodillo junto a ti. Siento el desprecio, el miedo, el asco que te provoco. Pero no voy a abandonarte. Yo no. Rodeo tus hombros. Acaricio el rastro que dejan tus lágrimas. Ya no me esquivas. Ya dejas que te acune. A partir de hoy, yo voy a ser tu compañero.

martes, 8 de junio de 2010

Soy el chico encaramado a esa azotea. Como cada primavera desde que llegué a Barcelona he subido a hacer volar mi cometa. Un punto rojo en el cielo de las calles viejas.
Mi madre no entiende ese tozudo gesto nostálgico y mi padre prefiere ignorarlo. El vecino del ático me presta la llave de acceso con recelo. Le adivino el pensamiento. ¡Catorce años y aún enredando con juegos de niños!
Desde lo alto del edificio, la ciudad huele más a hogar que a calle. Inspiro con fuerza y me alimento de un enredo de curry, chop suey y potaje. Aquí, los sonidos se tornan murmullo y las personas, figuras cabezonas sobre un tablero.
He elegido un buen día. El viento sopla con fuerza y el hilo ya corre entre mis dedos. La cometa inventa su danza solitaria . En este cielo, no hay más dioses de colores pugnando por el espacio. Estoy sólo en la terraza y no hay miradas de guerrero en las azoteas contiguas.
Con la próxima ráfaga atacaré el mar. Con la siguiente, un directo a Montjuïc. Mi cometa, soberana del cielo. Soy yo quien dirige su rumbo, como hacía de niño en Lahore. En la fiesta del Basant, cuando el cielo de Pakistán siente envidia de la tierra teñida de primavera.
Esta tarde me cansaré de correr. Cuando se ponga el sol, recogeré la cometa, devolveré la llave al vecino del ático y bajaré a la calle. Pisaré el asfalto y retaré orgulloso a los rostros desconocidos. Nadie sabrá leer mi mirada. No importa. Hoy he vuelto a hacerlo. He conquistado, de nuevo, un pedazo de la ciudad.

martes, 1 de junio de 2010

Soy la vieja que mira a la niña del patinete. En cuanto sale un poco el sol, somos las primeras en bajar a la plaza. Ella siempre corriendo arriba y abajo. Yo siempre parada en este banco.
Me gusta verla pasar, con los cabellos hechos un revoltijo, el ceño fruncido y la boca abierta, comiéndose el aire. Cuando la plaza se llena de gente, el juego se torna una carrera de obstáculos y a la niña, a veces, se le escapa una sonrisa pícara.
Mira por dónde vas, le regaña una mujer cargada de bolsas y amargura. ¡Ojo!, le advierte el hombre gastado que teme romperse. Y la niña sortea a unos y a otros, sin dedicarles ni siquiera un gesto. Vigila, le aconseja la voz cómplice del padre y, entre los dos, se trenza una mirada traviesa. A él también le gustaría subirse a un patinete, mirar al frente y dejar atrás los lastres.
Yo también quiero un patinete. Quiero levantar el freno, sentir el aire en el rostro, ver el mundo rodar y reírme del pasado. Un patinete para esquivar la colección de medicinas, los pasitos cortos y renqueantes, el estúpido tembleque de las manos y la piel transparente.
Subida a la pequeña plataforma volveré a sentirme dueña de mi vida. El viento desprenderá las escamas de mi cuerpo viejo y despertará el letargo de mi mente. Dirigiré mi marcha por sendas nuevas y saltaré sobre las absurdas preocupaciones de otros tiempos. E incluso, en un alarde de rebeldía, me atreveré a soltar por unos segundos el manillar. Los justos para dibujar un gesto certero y teatral. Un solemne y apasionado corte de mangas a la muerte.