domingo, 11 de abril de 2010

Soy la nota de un piano. Un acento dibujado en el silencio. Un sueño que despierta del letargo. Mi melodía, una invitación. Una llamada recogida por una guitarra con caricia de terciopelo.
Los primeros compases, unos dedos que se rozan. Una sonrisa insinuada. Una mirada pegada a esa expresión. El piano marca el ritmo y espera. La guitarra se desliza por la estancia. Mide el espacio. Esboza unos pasos. E insinúa una provocación.
Empieza el baile. Él manda un giro a la derecha. Ella le sigue y apunta un giro más. Ya trazan coreografías. Ya se imponen al vacío. Un quiebro travieso de ella provoca unos segundos de desconcierto. El teclado se estremece y acorta la distancia. Las cuerdas se tensan, tiemblan y, en su emoción, se trenzan en un lazo.
El pentagrama quiere ser un nudo. Las notas crean enredos en su cadencia. Se buscan, se incitan, se comen las pausas y el silencio. Guitarra y piano. Piano y guitarra. Ambos ya son uno. El compás pierde el ritmo. Irrumpen nuevos acordes. Galopan las notas sin un rumbo. Y se funden en un último desvarío.
La guitarra, un desgarro.
El piano, un suspiro.
Un eco de conquista se derrama en el espacio.
Y el sonido, preñado, se calla.
Ya el silencio se impone de nuevo.