lunes, 30 de noviembre de 2009

Soy la mujer que te amó. Aquélla cuyo recuerdo aún aguijonea tu piel cuando tropiezas con su nombre en la lista de contactos. Ahora, como mendigos extraviados, nos conformamos con rebuscar pedazos de nuestro pasado en los restos del presente, siempre con la esperanza de encontrar una palabra, una imagen que nos proteja del olvido.
A veces, tu ausencia me duele. Me duele tanto que rasga hasta el aliento y me acuchilla el vientre. Pero otras, el recuerdo se torna dulce. Como lo eran tus palabras, tus besos, tu mirada oscura.
Hubo un tiempo en que creímos alimentarnos de nuestro aliento, pensamos que no podríamos romper las cadenas con las que nos habíamos aprisionado, el cordón umbilical del deseo. Pero en el salón de espejos de mi vida, he cubierto con un tul negro el que fue nuestro reflejo. No lo veo, pero sé que está ahí. Basta con abrir la ventana del recuerdo y dejar que corra el aire del pasado para que en un tímido movimiento del manto pueda entrever las escenas de nuestro amor.
Y entonces, la piel huérfana de tus caricias añora lo que el cerebro obliga a callar. Y fantasea con un encuentro que nos devuelva el vértigo de nuestro momento. En un húmedo despertar, imagino cómo la lengua acaricia de nuevo tu cuerpo, cómo mis dedos dibujan constelaciones en tu piel y la respiración galopa sobre nuestra locura. En mi ilusión, el sudor y la saliva ya nublan la consciencia y sólo queda el ansia de un ruego, el jadeo impaciente que suplica la invasión de tu cuerpo. Un sorbo de tu alma.
Pero cierro la ventana y, de nuevo, todo vuelve a su lugar. La imagen se cubre con el velo del sosiego y ciego los interrogantes de tu mirada.
Soy la mujer que te ama. Aquélla que envejece sin decirte adiós

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Soy la madre que se muere. Llevo cinco minutos plantada ante la puerta cerrada de casa, con la llave en la mano, sin atreverme a introducirla en la cerradura. ¿Cuántas veces he repetido este gesto?, ¿cientos?, ¿miles? En ninguna de esas ocasiones he sido consciente de que el clic que liberaba el cerrojo abría la puerta de la felicidad, el umbral del amor, del cariño, de la vida. Pero ahora, cuando reúna las fuerzas suficientes para hacer girar este insignificante pedazo de latón, entraré y convertiré el paraíso en un infierno. Manuel leerá en mi rostro el resultado de las pruebas. Y yo trataré de comerme las lágrimas delante de los niños.
Tengo que pensar, no puedo entrar así, sin más. Necesito que este instante se multiplique en el tiempo. Suplico una prórroga para saber cómo quiero morir. Para saber cómo convertirme en la madre que va a matar de pena a sus hijos.
A través de este muro de madera puedo oír sus voces riendo y corriendo. Manuel les dice que no salten, que molestan a la vecina de abajo, y yo acerco mi rostro al resquicio de la puerta como si pudiera alimentarme de sus sonidos. No quiero morirme, no puedo soportar la idea de dejarles, de no tocarles nunca más, de no olerles, de no verles crecer.
Necesito saber dónde venden disfraces de superhéroe. Un traje que me pinte una sonrisa, que me ayude a trazar caricias aunque el terror me anquilose las manos, a regalar tranquilidad a pesar del torbellino de dolor que siento en el alma.
Ojalá no fuera madre, ojalá pudiera acabar de girar esta maldita llave y entrar llorando, refugiarme en los brazos de Manuel y rogarle que no me abandone en los dos meses que me quedan, que sea él quien dibuje las sonrisas y cubra mi cuerpo de besos. Yo me abandonaría en su fortaleza y me iría, lentamente, sin sentirme en deuda con nadie. Sin saber que estoy fallando a los que más quiero.
Clic. Ya. La puerta está abierta.
- Hola cariños, ¿cómo ha ido el día? ¿Tenéis hambre?

domingo, 15 de noviembre de 2009

Soy la abuela que da de comer a los nietos. Cada mediodía voy a recogerlos al colegio mientras mi hija busca trabajo. Yo le digo que no se preocupe, que a mí me alegra tenerlos en casa y que así ella no ha de pedir una beca para el comedor, porque yo sé que a la pobre le daría mucha vergüenza. Si es que han tenido mala suerte. No hace ni un par de años que estrenaron ese piso tan bonito, porque es bonito de verdad, con mucha luz, no como el mío, donde sólo entra un cacho de sol una hora al día, eso si no se cruza una nube malasombra. Pero el piso de ellos es precioso, con parquet y ventanas por las que no se cuela el viento. Pues eso, que no hace nada que lo compraron y, ¡zas!, los dos en el paro. Y, claro, ellos no están acostumbrados a las penurias. ¡Ya me he cuidado yo de que a mi niña nunca le faltara de nada! Las miserias ya nos las comimos todas mi Julio y yo cuando el sueldo de sus dos turnos en la fábrica apenas daba para alimentar a las seis bocas de la casa: las dos abuelas, los dos críos pequeños, mi Julio, en paz descanse, y yo. Pero hambre nunca pasamos, no señor. Aunque también hay que decir que Julio y yo siempre hemos sido de gustos sencillos. No como ellos, que saben tanto de vinos, de jamones y de todas esas cosas. Mi hija siempre me reñía por aliñar las ensaladas con aceite “malo”. Eso, a mi Julio se le atragantaba. Eso y la mala cara de mi yerno cuando él se servía gaseosa en el vino. Mira que yo siempre se lo decía, Julio, no te eches gaseosa que los vinos que compra Martín son muy caros y le sienta mal. Pero nada, los hombres, ya se sabe, cuando se hacen viejos toda la hombría se convierte en tozudez.
A mí me gusta preparar la comida de los niños, aunque después me quedo un poco cansada. Pero hoy es viernes y ya no tengo nada más que hacer. Cuando encuentre las fuerzas para levantarme de este banco, me iré a casa, me sentaré a ver la tele, después cenaré un poquito de pan, dos lonchas de pavo y, ¡ala!, a dormir. Aunque hoy no podré tomar mi vaso de leche calentita; los críos llegaron con tanta sed que se bebieron la botella entera. Suerte que el lunes cobro la pensión. Me queda una pechuguita de pollo. Y un poco de queso. Y también algo de chóped. Con eso y una barra de pan, ya paso el fin de semana. Sin leche, eso sí, pero a mi edad, con poco se pasa. A ver si mi hija se acuerda de llamarme y me cuenta cómo le ha ido la entrevista. Qué mal lo está pasando la pobrecilla.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Soy el niño al que sus padres preguntan a quién quiere más, si a papá o a mamá. Dicen que aunque soy pequeño, ya puedo decidir, y a mí me tienen harto con lo de la custodia. Vaya palabreja. Cada vez que la oigo, me acuerdo de la peli de Indiana Jones y me imagino a mi padre vestido con la armadura del caballero custodio del Santo Grial, medio momificado. A mi madre ya me cuesta más meterla dentro de la armadura. Ella dice que esto de la separación la pone tan nerviosa que no puede parar de comer y que papá tiene la culpa de que se esté poniendo como una foca. A ver, muy delgada nunca ha sido, y lo de que papá tiene la culpa de todo, tampoco es nuevo.
Parece que el tema de la custodia también tiene algo que ver con el piso. Mi padre acusa a mi madre de estar buscándole la ruina. Dice que va a tener que volver al piso de sus padres. Yo ahí no veo un gran problema. A mí me gusta ir a casa de los abuelos, siempre tienen la tele puesta, con esos programas que mi madre nunca me deja ver. Y la abuela me atiborra de comida buenísima, de esa que tampoco comemos en casa. Además, yo creo que mi padre se divertiría. Cada tarde van tres vecinos de la escalera a echar una partida de dominó. Antes iban al bar de la esquina, pero desde que al abuelo le dio el arrechucho y va con el oxígeno a cuestas, se instalan en la mesa del comedor. Mi abuela aprovecha ese rato para ir a clase de tai-chi. Está en forma la abuela. En cuanto la ven salir, el señor Manolo, el del tercero, saca la petaca con Anís del Mono y entonces el abuelo me mira y me guiña el ojo para que no me chive a la abuela. Pero yo no soy un chivato. Aunque a veces me gustaría serlo. Querría decirle a mamá que papá llora cuando ella se va. Y también le diría a papá que mamá les dice a sus amigas que no quiere hacerle daño. Pero los dos me guiñan el ojo y me piden que calle. Y yo pienso, ¿por qué cuando me enfado con mi amigo Salva siempre dicen que hable con él? Supongo que eso debe ser lo que los mayores llaman una contradicción. Otra palabreja rara.